Los microbios que habitan en su intestino son muy importantes y muchos investigadores lo llaman como «nuevo órgano» o «segundo cerebro» del ser humano.

Pese a que puede sonar ofensivo para el organismo, ese ecosistema autosostenible de «bichos» es necesario para el buen funcionamiento de nuestra salud. Y, además, están implicados en la aparición de enfermedades como la dermatitis atópica, la soriasis, la esclerosis múltiple, la celiaquía o la diabetes tipo 1, entre otras muchas.

«Hasta ahora conocemos poco porque hace solo 10 años que se estudia la microbiota humana aplicada a la medicina. Pero en el campo de la dermatología, ya hay estudios que demuestran que los pacientes con dermatitis atópica, soriasis y acné tienen una microbiota intestinal diferente», explica Vicente Navarro, director de la Cátedra de Microbiota Humana y Enfermedades Infecciosas de la Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM).

«En neurología también hay descrita una relación entre la microbiota y la enfermedad. Sobre todo en la esclerosis múltiple, aunque se está empezando a investigar esta relación en el párkinson, el alzheimer, la epilepsia y el autismo. Y también en otras patologías inflamatorias, como la enfermedad de Crohn o la celiaquía. Son un grupo muy diverso de enfermedades que en general comparten un mecanismo inmunológico-alérgico. Por eso también se habla de que la rinitis alérgica o el asma pudieran tener que ver con la microbiota intestinal», añadió.

Según este experto, además el «mal uso» de los antibióticos (son necesarios y salvan vidas, sí, pero se han utilizado de manera «poco selectiva», advierte) ha causado la muerte masiva de millones bacterias inofensivas en el intento de matar solo la que causaba la infección de turno.

«En esclerosis múltiple no hay ensayos clínicos que incluyan un gran número de pacientes para intentar modificar esa microbiota. Sí hay estudios de laboratorio con ratas en los que se demuestra que, cuando se les hace una transposición de heces de pacientes con esclerosis múltiple, estas ratas empiezan a desarrollar la enfermedad. Pero no hay un ensayo clínico que demuestre que utilizando un probiótico se cura la enfermedad», cuenta el profesor de la Universidad Católica San Antonio de Murcia.

El mismo explica que el 57% de los genes que tenemos en el cuerpo son bacterianos: es decir, las bacterias han logrado incrustar parte de su material genético en nuestro código genético y actualmente representan más que nuestros genes humanos. «Está claro que tanta bacteria tiene que estar implicada en la salud y enfermedad. Se ha demostrado que el intestino influye en la piel y en el cerebro», dice el doctor. ¿Por qué? «Porque en el intestino tenemos el 80% del sistema linfático, los ganglios sin activar están en la mucosa intestinal. Y, cuando detectan una bacteria nueva o con algún cambio, se produce una alteración de la permeabilidad intestinal».

El intestino es, después del cerebro, el órgano que más neuronas tiene: por eso también se conoce como el «segundo cerebro» del ser humano. «El intestino tiene toda una red de neuronas conectadas capaces de tomar decisiones sin contar con el cerebro. El 99% de lo que hace el intestino lo decide hacer él solo», señala Francisco Guarner, investigador del VHIR (Vall d’Hebron Institut de Recerca) del grupo de fisiología y fisiopatología digestiva. Un ejemplo: cuando una persona vive una situación de estrés, es frecuente que el intestino grueso provoque una diarrea. «El intestino sabe que estás estresado y prefiere vaciar, así como también cierra un poco el estómago. El intestino está tomando permanentemente decisiones», añade Guarner.

Sí se ha visto, sin embargo, que las personas con algunas enfermedades mentales o neurodegenerativas (párkinson, depresión, alzhéimer) o con el trastorno del espectro autista tienen una colonización bacteriana anormal, si bien no se ha conseguido revertirlas incluso corrigiendo estas alteraciones.

Los microbios, dice Blaiser, ayudan a mantener estable la presión arterial a través de receptores especializados ubicados en los vasos sanguíneos. «Estos sensores detectan pequeñas moléculas creadas por los microbios que recubren el intestino. Su respuesta a estas moléculas regula la presión arterial. Así, después de comer, la tensión puede bajar», dice Blaiser. Según él, es muy posible que en un futuro haya tratamientos mejores para la hipertensión utilizando estas bacterias.

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