Hubo que aguantar. Fue necesario ponerse la ropa de fajina y revolcarse en el barro. Unión sufrió. Padeció cada minuto de un partido que fue un suplicio interminable. Vivió 90 minutos con el corazón en la garganta. Por eso tras el pitazo final se desató una incontenible explosión de júbilo. Por eso la onda expansiva del grito celebratorio hizo estallar las gargantas de cada uno de los jugadores. Por eso la noche terminó con un desahogo que fue frenesí y locura total. Por eso todos terminaron abrazados y saltando en el campo de juego del estadio Independiente. Por eso los más de 3.000 hinchas que viajaron culminaron la noche con un festejo efusivo y mágico.
En el camino de Unión quedó un gigante de Brasil como el Galo. No jugó bien el Tate. Respetó demasiado a su adversario. Desde el arranque del encuentro cedió terreno y pelota. Lo dejó venir. Le permitió agrandarse. Y casi paga un precio muy alto. Pero qué va: poco les importa a los fanáticos santafesinos. Quien sí deberá tomar nota de lo acontecido durante el desarrollo del encuentro es Madelón. Su equipo fue superado. Y si logró salir ileso fue porque los brasileños carecieron de eficacia y chocaron una y otra vez que los guantes de Moyano, quien tuvo varias tapadas fundamentales que le permitieron redimirse de su error en el primer gol del Galo.
Unión, que en la ida había sido un equipo agresivo, fue un conjunto muy pasivo. Resulta difícil comprender por qué el técnico no puso de titular a Troyanski, quien apenas entró complicó a la defensa del Mineiro. El Tatengue culminó la noche colgado del travesaño. Pero pasó raspando. Y eso amerita ser celebrado.
