Trabajador del metal, escultor autodidacta y uno de los pocos referentes del scrap metal art en la provincia, Álvaro Silva transforma chatarra en obras de fuerte impacto visual. Su camino hacia el arte no fue planificado, sino consecuencia del hacer, del tiempo y de una relación profunda con el material.
Antes de que el arte apareciera como posibilidad, estuvo el oficio. La herrería llegó primero, como llegan muchas cosas: por necesidad, por trabajo, por la decisión temprana de no depender de nadie. Álvaro Silva quería ser independiente, armar su propio camino. Durante años trabajó el metal para otros fines, lejos de muestras y exposiciones, más cerca del calor, del ruido, del cuerpo exigido.
La herrería no es un oficio dócil. El metal se trabaja con el cuerpo: pesa, quema, exige atención constante. Soldar implica guantes, máscara, botas, ropa pesada. En Santiago del Estero, esa incomodidad se multiplica con el calor. Nada de eso aparece en la superficie de una escultura terminada, pero todo queda inscripto en ella. Antes de ser lenguaje artístico, el metal fue trabajo, repetición, riesgo.
En paralelo, en su vida había música. Tocaba en una banda de rock y viajaba a Buenos Aires para presentarse o ver recitales. En uno de esos viajes, sin demasiadas expectativas, llevó una escultura de un caballo de metal en el bolso: tal vez, con suerte, podía conseguir algo de dinero con ella. La pieza viajaba casi como un objeto secundario, sin la pretensión de convertirse en obra.
En San Telmo, alguien la vio, se detuvo y la compró. Meses después, ese mismo hombre volvió a contactarlo y le compró otras esculturas. Fue entonces cuando escuchó una frase que marcaría un antes y un después: “Álvaro, vos no hacés artesanía, esto es arte”.
Hasta ese momento, lo que hacía entraba en la categoría de lo que se produce en los márgenes del trabajo. Artesanía, pasatiempo, algo que se hace cuando queda tiempo. Él mismo lo nombraba así. El arte todavía no era un horizonte claro, sino una consecuencia inesperada del hacer.
La herrería, sin embargo, ya estaba ahí. La relación con el metal venía del cuerpo, del uso, de la repetición. Soldar mucho, saber cómo responde el material, entender dónde cede y dónde no. “Para hacer cosas que causen impacto hay que soldar mucho”, dice. Y eso, explica, solo lo tienen quienes vienen del oficio. No se trata de escuela, sino de horas de dedicación y experiencia acumulada.
Con el tiempo supo que lo que hacía tenía nombre: Metal Scrap Art. Un movimiento que trabaja con chatarra, con restos industriales, con piezas descartadas. En Santiago del Estero, Álvaro es el único que se dedica de lleno a esta práctica. No como moda ni como gesto estético, sino como forma de producción sostenida, ligada al trabajo y al territorio.
El scrap art implica una elección material, pero también una postura. Trabajar con lo que otros desechan, reutilizar piezas que ya cumplieron una función, volver a mirarlas. A Álvaro le interesa el reciclaje y la ecología, no desde el discurso, sino desde el hacer cotidiano. Dar otra oportunidad al metal es, para él, parte del proceso.

ESCUCHAR AL MATERIAL
Pero también hay algo más: dejar que el material decida. “Cuando trabajo con chatarra no decido cómo va a ser la obra. Las piezas hablan y me guían”, explica. Por eso su proyecto se llama Alma de Metal. No como metáfora grandilocuente, sino como forma de nombrar una experiencia concreta.
En ese dejarse guiar por el material apareció, casi sin plan, un universo que empezó a repetirse. Álvaro se detuvo en los insectos. Le interesaban por lo que generan: rechazo, indiferencia, incomodidad. “Me gustan los insectos, me parecen un universo bastante interesante, porque los ven como algo feo, pero sin embargo tienen su belleza; trato de mostrar eso en las esculturas”, dice.
Trabajar esas formas en metal, exagerarlas, cargarlas de peso y detalle, fue su manera de obligar a mirar de nuevo. Mostrar que incluso en lo mínimo, en lo descartado, hay una belleza posible. No como moraleja, sino como ejercicio paciente de observación.
Una vez, mientras armaba una escultura de un coyuyo, cortaba con la amoladora un tanque de moto. El sonido del disco atravesando el metal empezó a parecerse al canto del insecto. No fue una idea previa ni un efecto buscado. Pasó. “Eso me sorprendió mucho”, recuerda. El material, otra vez, marcando el ritmo.
Durante años, el arte convivió con los encargos y con la necesidad de subsistir. Vender esculturas era difícil. “El público que uno tiene en el barrio no necesita una escultura”, admite. Por eso muchas veces el trabajo artístico quedaba relegado a los ratos libres, a lo que se podía hacer cuando el tiempo alcanzaba.
La pandemia cambió ese equilibrio. Encerrado en casa, tuvo tiempo. Tiempo para soldar sin apuro, para hacer lo que tenía ganas y no solo lo que le pedían. Ese período de producción intensa permitió que sus obras empezaran a circular: participar en muestras, conocer colegas, ampliar su red. Llegaron las oportunidades de trabajo en el espacio público, los viajes, los proyectos de mayor escala.
Más allá del material, hay un imaginario que lo atraviesa. A Álvaro le interesa la cultura de Santiago del Estero, las leyendas, el folclore, las historias que circulan de generación en generación. En algunas de sus obras aparecen criaturas, referencias a ese universo popular. No como ilustración literal, sino como clima, como atmósfera. “Me gusta crear criaturas”, dice, y menciona figuras vinculadas a relatos locales, a lo mítico, a lo que no siempre se puede explicar del todo.
Terminó encargándose de crear las esculturas principales de la ciudad de Clodomira. Fue seleccionado para formar parte del Paseo del Arte en la Plaza Libertad. Este año participó por primera vez en EncontrArte y fue seleccionado para el Salón de Artes Visuales de Santiago del Estero 2025.
Para él, trabajador del metal autodidacta, el reconocimiento tuvo un peso particular. “Nunca hubiese pensado tan rápido estar a la par de artistas que estudiaron y tienen mucha escuela”, dice. No lo vive como un punto de llegada, sino como una confirmación inesperada.
CREAR DESDE AQUÍ
En algún momento, confiesa, pensó en la posibilidad de irse. Buenos Aires aparecía como horizonte lógico, como suele pasar en el recorrido de muchos artistas. Pero lo pensó y decidió quedarse. “Allá iba a ser uno más”, explica.
En Santiago, en cambio, encontró un espacio todavía poco explorado, un lugar desde donde producir con identidad propia. Su deseo no es trasladar su obra a otro centro, sino construir desde aquí. Para él crear desde Santiago no es una limitación, sino una elección.
Álvaro no se presenta como artista con facilidad. Sigue diciendo que está en transición. Que quiere dedicarse de lleno al arte en metal. Que va aprendiendo en el camino. Le gusta el folclore, la música, la cultura popular. Está interesado en abrir constantemente sus horizontes, en mirar, escuchar, aprender. No teoriza demasiado sobre lo que hace.
Sus esculturas parecen hechas por alguien distinto al que las explica. Hay fuerza, peso, tensión. Hay fuego, soldadura, riesgo. Pero él habla bajo, piensa antes de responder, es tranquilo, incluso tímido. Esa distancia entre el cuerpo de la obra y el cuerpo del artista es lo primero que sorprende.
Cuando se le pregunta qué espera provocar en quien se cruza con una de sus obras, responde sin vueltas: “Que sienta algo. No importa qué. Con que genere un impacto visual, ya es suficiente”.