08 de noviembre, 2024
Mujer

El matrimonio, la vocación, el trabajo… A veces, nuestras elecciones están más alineadas con lo que esperan de nosotros que con nuestros deseos. Consejos para ser más libres y terminar con lo que agobia.

Cargamos sobre nuestras espaldas con expectativas y deseos que no siempre van en línea con lo que queremos. Son los famosos mandatos, la pesada carga de cumplir con todo aquello que los demás esperan de nosotros. Pero, si las cosas no funcionan, si nos hacen felices, de nada vale inmolarse, ni por el amor pasado, ni por los hijos, ni por aquello que nos da seguridad económica o laboral.

Desde la vida intrauterina, cargamos sobre nuestras espaldas con mandatos, expectativas y deseos depositados sobre nosotros por padres, familia en general, los patrones sociales y el momento del mundo en el que nos toca nacer. Algunos de ellos son:

-“¿Juras amarla y respetarla tanto en la
salud como en la enfermedad?”
-“La vocación es algo que nace y muere con uno”.
-“La familia siempre unida, pase lo que
pase”.
-“Agradecé que tenés trabajo, vas a dejar algo seguro ¿y después?”

Como esponjas, absorbemos lo que las figuras importantes de nuestras vidas esperan de nuestro porvenir. Lo que viene desde el afuera nos constituye como elemento central de nuestra personalidad, conforma un molde con el que nos moveremos desde nuestra más tierna infancia.

La pregunta es: ¿Cuánto nos cuesta desafiar estos patrones, cuestionarlos, transformar certezas en preguntas y simplemente elegir aquello que queremospara nuestras vidas?

El peso de las cosas

Una conferencista desafiaba a su auditorio a adivinar el peso de un vaso de agua que sostenía en su mano. Luego de que los presentes aventuraran cifras, la oradora concluyó que el peso en realidad no tiene importancia. Y explica que lo que sí es relevante es cuánto tiempo sostenemos el
vaso. Si es solo el necesario para satisfacer nuestra sed el peso del vaso no será un problema. En cambio, si lo hacemos por largos minutos, comenzaremos a sentir una molestia. Si extendiéramos el período de tiempo por varias horas, nuestros brazos estarán entumecidos, y así sucesivamente.
Con este mismo mecanismo funcionan las preocupaciones, angustias y pesares que cargamos en nuestras vidas. Cuánto pesan, entonces, los mandatos familiares, sociales, culturales.

Los consultorios psicológicos se pueblan de preguntas formuladas desde la sensación de que no se puede cambiar el destino ni torcer los designios con los que nacemos “¿Cómo se hace?”, “¡No tengo el coraje!”, “No puedo ni imaginármelo...”

Afirmaciones como éstas se repiten en diferentes protagonistas con diferentes historias, pero un mismo temor: no tener la fuerza para hacer algo diferente con sus vidas de lo que “el destino” les marcó.

El elefante encadenado Había una vez un circo, en un pueblo muy pero muy pequeño. En la entrada de la carpa, un elefante, grande, muy grande. Estaba atado a una soga muy delgada y la soga atada a una estaca casi minúscula al lado del tamaño del animal. Los chicos del pueblo, que poco tenían por hacer, inventaban historias respecto de por qué el elefante se quedaba ahí, paralizado, teniendo la libertad a su alcance, con tan solo un tirón de su pata.

- “Estará hipnotizado”, decía uno.
- “Le darán alguna droga para que se quede quieto”, decía otro.

Hasta que uno de ellos se animó y le preguntó al domador, que también era dueño del circo. La historia es esta, dijo amable el hombre: El elefantito nació en cautiverio, de bebé lo atamos a la misma soga y estaca a la que está sujeto ahora. En aquel momento era torpe, quiso escaparse y se enredó con la soguita cayendo para un costado. Lo intentó nuevamente días más tarde y tuvo el mismo resultado. Un tercer intento y la pequeña estaca quedó atorada en uno de sus ojos como resultado. Desde aquel entonces, y han pasado años, el elefante no lo volvió a intentar, por tres razones:

1- No sabe que ha crecido.
2- Tiene miedo.
3- No es consciente de su fuerza.

Como el elefante, muchas veces andamos por allí “sobre-respetando” cadenas que sin dudas podemos romper con los mandatos

Con trabajo personal, introspección, terapia o como sea, debemos limpiar nuestras cabezas de aquello que nos obstaculiza el camino del crecer y poder así mirar hacia adelante. No será sin miedo, porque implicará cuestionar todo aquello en lo que creímos y entender que el cuento que nos contaron era solo un cuento. Desde el amor, desde el más genuino de los afectos, desde las mejores intenciones, desde las imposibilidades de quienes nos acompañaron en el camino del crecer, pero cuento al fin.

Desafiar esos mandatos que también son el resultado de frustraciones heredadas por generaciones pasadas es el gran trabajo.

“Hasta que la muerte los separe” “Te juro que la quiero un montón, pero ¿no alcanza con eso, no? Pienso en la posibilidad de desarmar la familia y me duele la panza y el corazón. No puedo ni imaginarme la vida sin los chicos. Discutimos todo el día, no hay sosiego. Me da miedo, mucho miedo, terror hablar con ella y decirle que no quiero seguir más. Yo le prometí que no la iba a dejar nunca.”

Una vez más, desde el diván, sufre y repite casi como un mantra su no poder, sus miedos, su frustración. 15 años de casado y una palabra empeñada que le pesa mucho más que su deseo.

Dice Zygmunt Bauman, en su libro Miedo líquido: “Extraño, bien que muy habitual, amén de familiar a todos nosotros, es el alivio que sentimos y la súbita irrupción de energía y valor que nos invade cuando, tras un largo período de desasosiego, ansiedad, oscuras premoniciones, días
de aprensión y noches sin dormir, conseguimos finalmente enfrentarnos al peligro real: esa amenaza que podemos ver y tocar.” Dicho de otra manera, poder cotejar la fantasía con la realidad más cruda, que suele ser mucho más benévola que lo que armamos en nuestras mentes”.

Los resultados son alivio -dolorosos, claro que sí- pero, a la larga, si las cosas no funcionan, pues de nada vale inmolarse ni por el amor pasado, ni por los hijos.

Los niños precisan padres que puedan intentar ser felices, juntos, o separados. Y adultos que los acompañen amorosamente en el camino del crecer.
El desafío es poder cambiar el grillete que, como condena, acompaña el cotidiano de parejas que no logran ser lo que quisieran y animarse a tener la libertad de poder elegir cada día la persona que tenemos al lado, de volver a construir, de no dar por sentado que “así son las cosas”.

El miedo al fracaso no es otra cosa que el miedo a sufrir En los últimos años, cada vez más gente se resiste a iniciar nuevos procesos afectivos y laborales por no tener las garantías que precisa. En tiempos de hiperconectividad, la inmediatez genera la ilusión de que todo está al alcance de la mano. En este caso, las parejas no son electrodomésticos y, por consiguiente, no tienen tales garantías.

Sí es posible recoger las señales que los vínculos nos proporcionan y apuntalar aquellos aspectos de las relaciones que pueden otorgar momentos plenos, intensos y felices. El diálogo, la confianza compartida, gustos similares, proyectos y sueños en común pueden ser puntos de encuentro que
den lugar a una relación de pareja “saludable y duradera”.

Edificar desde el afecto, la tranquilidad y la certeza de que podemos renovar votos.

Salir de la “zona de confort” no es otra cosa que escapar del refugio en el que nos guardamos por el miedo de sentirnos libres.

El aburrimiento, una vez, y otra vez, y otra vez más “Como en la peli Hechizo de tiempo todos los días de mi vida idénticos. Suena el despertador a las 6:30, me cepillo los dientes, ducha, café con dos tostadas y salgo.

Subte, oficina, expedientes, subte, casa, cena, y vuelta a empezar. ¿Pero qué voy a hacer a los 45 años? ¿Qué otra opción me queda que seguir y esperar la jubilación?” Cuando pensamos en el cambio de algún aspecto sustancial de nuestras vidas, grandes movimientos afectivos, laborales, o territoriales, tenemos claro todo lo que perdemos. Ahí nos quedamos entrampados sin poder imaginar y construir todo aquello que podríamos ganar. El ser humano se aferra a lo conocido, lo nuevo asusta, y mucho.

Nos educan con patrones rígidos, no nos enseñan a ser flexibles, a correr riesgos, a soñar grande, a romper mandatos que nos encorsetan.

Perdemos pero también ganamos La maravilla de poder construir cada vez, no desde cero, porque lo pasado pesa y suma, pero poder reconfirmar y cuestionar con el uso más pleno de nuestra libertad nuestras elecciones de vida es lo que nos permite darle a nuestros días un impulso vital, necesario, imprescindible, único.

Poder decidir que nuestro trabajo es el que queremos hacer y no vivir las realidades cotidianas como grilletes inapelables. Mucha gente sufre por la sensación de perpetuidad inevitable: muchos padecen la certeza de tener que ir cada día a esa oficina que no quieren volver a pisar, esa fábrica que lejos de hacerlos felices es algo parecido a una pesadilla. Empresas familiares heredadas que a menudo lejos están de ser elecciones genuinas y se transforman en compromisos a sostener...

La tan mentada “zona de confort” no es otra cosa que el refugio frente al miedo de sentirnos y sabernos libres. Cuando vemos que no es así podremos cuestionar y construir la salida de esa trampa “confortable” que nos asfixia. Si la resistencia y el hastío triunfan, correremos el riesgo de teñir la vida de un color gris que poco tiene que ver con el sentido esencial de la misma.

Para toda la vida... Si los deseás Sí creo en los amores infinitos, esos son maravillosos. Y en las vocaciones profundas... Pero que todo dure lo que tenga que durar (y quizás toda la vida). El amor eterno por decreto, la elección profesional para siempre, si no se renuevan desde la convicción y elección de cada día se transforman en una carga que agobia.

Los “para toda la vida”, si no se basan en el deseo, nos aplastan, nos atormentan...

Son cadenas que como al elefante del cuento nos atornillan a lugares no deseados.

(Fuente: Movida Sana, por el psicólogo 

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