Hace veinticinco años, un gesto político inesperado rompía el tablero institucional de la Argentina. El 6 de octubre del año 2000, Carlos "Chacho" Álvarez renunciaba a la vicepresidencia de la Nación, en un acto que, para algunos, fue valiente y para otros, una renuncia a la responsabilidad.
El detonante fue un escándalo de proporciones aún no del todo dimensionadas: el supuesto pago de sobornos a senadores peronistas -y no solo peronistas- para que aprobaran la Ley de Reforma Laboral impulsada por el gobierno de Fernando de la Rúa.
La denuncia implicaba directamente al entonces secretario parlamentario del Senado, Mario Pontaquarto y, por elevación, a figuras clave del oficialismo.
Cuando Álvarez pidió una investigación seria y profunda, se encontró con un muro de silencio y evasivas. Fernando de la Rúa, atrapado entre su estilo hermético y su necesidad de sostener alianzas frágiles, eligió no avanzar. Álvarez eligió irse.
La renuncia marcó un punto de inflexión: no solo fracturó internamente a la Alianza, sino que aceleró el proceso de pérdida de legitimidad del gobierno. Un año más tarde, el país estallaba en diciembre de 2001 con una crisis social, económica y política sin precedentes.
Un cuarto de siglo más tarde, el escenario institucional repite, aunque con otras formas, una fractura de poder en la cúspide del Estado.
El presidente Javier Milei y la vicepresidenta Victoria Villarruel mantienen hoy una relación cortada, sin diálogo operativo y con visiones ideológicas abiertamente contrapuestas, especialmente en materia de seguridad, defensa, justicia y memoria histórica.
La tensión, que había comenzado como una diferencia de matices, escaló desde el primer semestre de 2025 cuando Villarruel impulsó proyectos en el Senado sin el aval del Ejecutivo, y se intensificó tras la ruptura del acuerdo entre el escuálido bloque oficialista y los aliados en la Cámara Alta.
A diferencia de lo sucedido entre De la Rúa y Álvarez, donde el desacuerdo era ético e institucional frente a un caso de corrupción, en el caso de Milei y Villarruel la disputa es más ideológica y estratégica, pero con consecuencias igual de corrosivas.
La vicepresidenta no ha renunciado, ni parece estar en sus planes, pero su aislamiento de las decisiones de gobierno y su creciente construcción de poder autónomo la colocan en una situación similar a la de Chacho: afuera del poder real, pero adentro de la institucionalidad.
Las resonancias con el año 2000 no terminan allí. En estos días ha salido a la luz un escándalo que involucra al economista y diputado José Luis Espert, quien hasta el domingo pasado era el primer candidato del oficialismo en la provincia de Buenos Aires de cara a las elecciones legislativas de medio término.
Según trascendió en varios medios nacionales, uno de los principales aportantes a su campaña en las elecciones del 2019 habría sido un empresario de nacionalidad argentina, pero radicado en los Estados Unidos, con vínculos comprobados con el narcotráfico, investigado y juzgado en los Estados Unidos por lavado de dinero y con un pedido de extradición.
El hecho, desmentido tajantemente por Espert y por el propio presidente Milei, ha generado un profundo malestar incluso dentro de sectores libertarios que ven en esta denuncia no solo un problema judicial, sino un golpe a la credibilidad ética del proyecto político que prometía cortar con "la casta" y limpiar al Estado.
En un país que aún no ha cicatrizado las heridas del financiamiento ilegal de la política, del caso Ciccone, de los bolsos de López o de las fotocopias de los cuadernos, y recientemente el caso Libra y los audios de Spagnuolo, este nuevo episodio reactiva fantasmas conocidos.
Y lo hace en un momento delicado: tras la derrota del oficialismo en las elecciones provinciales bonaerenses, donde el peronismo recuperó terreno con una fórmula conocida presentarse como que han cambiado y acercándose a la problemática de la gente, y en medio de una inflación que vuelve a presionar los márgenes de tolerancia social y una economía todavía frágil.
El interrogante a despejar es si ¿estamos otra vez ante una crisis de gobernabilidad?
Los paralelismos con el año 2000 no deben tomarse como espejos lineales. La economía hoy no está al borde del default ni del colapso bancario, como entonces. Pero sí hay síntomas crecientes de una crisis de gobernabilidad. Veamos:
Un presidente que concentra el poder, pero desprecia los consensos institucionales.
Una vicepresidenta con poder territorial y alianzas conservadoras, pero aislada del Ejecutivo.
Un Congreso fragmentado y con bloqueos constantes.
Y ahora, denuncias por corrupción que tocan a la hermana del presidente, al propio presidente y a quien fuera el primer candidato oficialista en la provincia más importante del país.
A esto se suma la política exterior, donde el alineamiento automático con Estados Unidos e Israel tensiona las relaciones con los socios latinoamericanos, pero también con China, la pérdida de apoyo en sectores medios que apostaron por un shock liberal que no se traduce en mejoras tangibles, y el fantasma del regreso de la protesta social a las calles, ya sin miedo ni consenso.
No hay saqueos, ni cacerolazos. Pero hay malestar acumulado, incertidumbre estructural, y falta de dirección política clara.
Y nuevamente nos preguntamos ¿Y ahora qué? ¿Cuáles serían los escenarios de corto plazo? ¿Qué puede pasar en los próximos meses?
Existen varios escenarios posibles, por un lado una radicalización presidencial, donde
Milei podría profundizar su estrategia de confrontación, cerrarse aún más sobre su círculo de confianza y apelar al relato de la “casta que resiste” como explicación de todos los obstáculos. Esto tensionaría aún más el equilibrio institucional.
Por otro lado, ante un presidente disminuido, el empoderamiento de Villarruel
Si el oficialismo continúa perdiendo capital político, la figura de la vicepresidenta podría crecer como “polo alternativo” dentro del propio espacio libertario. A ello, debemos observar que en sectores del peronismo disidente y del electorado centroderecha encuentra cada vez más eco.
No habría que descartar un quiebre político del oficialismo si estos escándalos de financiamiento irregular se confirman y escalan, no puede descartarse una ruptura más formal del bloque oficialista, con impacto legislativo e incluso institucional.
Y otra alternativa válida es el reseteo del pacto de poder, acercamiento con Mauricio Macri, y también un escenario menos probable, pero aún abierto: que Milei y Villarruel logren recomponer mínimamente la relación institucional, sea por presión externa o por necesidad de sostener la gobernabilidad.
La historia argentina ha demostrado, con dolorosa frecuencia, que los problemas éticos no resueltos devienen crisis políticas, y que la falta de controles, de diálogo, y de responsabilidad institucional tienen un precio que paga la sociedad toda.
Veinticinco años después de la renuncia de Chacho Álvarez, el país vuelve a enfrentarse con una pregunta urgente: ¿Es posible construir poder sin romper la legitimidad?
Si la respuesta es no, entonces lo que se juega hoy no es solo una interna entre presidente y vice, ni un escándalo de campaña: es, otra vez, la consistencia democrática del poder en la Argentina.