La historia parece estar repitiéndose. Los movimientos geopolíticos más recientes están llevando al mundo a una tensión global sin precedentes desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Con la guerra entre Rusia y Ucrania aún sin una solución definitiva, el reciente bombardeo conjunto de Israel y Estados Unidos sobre instalaciones nucleares en Irán el planeta entero ha encendido las alarmas.
Si a lo antecedente le sumamos la decisión de la OTAN de incrementar el gasto en defensa hasta el 5% del PIB en un plazo de diez años -una medida que genera controversia incluso dentro de Europa-, la pregunta ya no es si una Tercera Guerra Mundial es posible, sino si estamos haciendo lo suficiente para evitarla.
Ucrania, desde hace tiempo, está en el epicentro de la inestabilidad. Desde su inicio, en febrero de 2022, la guerra en Ucrania ha sido un punto de inflexión en las relaciones internacionales.
La ocupación parcial del territorio ucraniano por parte de Rusia, el suministro de armas occidentales a Kiev y las sanciones económicas sin precedentes a Moscú han creado un conflicto prolongado que parece resistirse a cualquier intento de mediación real.
Lo que comenzó como una guerra regional se ha transformado en un enfrentamiento indirecto entre la OTAN y Rusia, con consecuencias globales, por ahora, con final incierto y muchos interrogantes por despejar.
Pero los conflictos se acrecientan y aparece Irán: La nueva chispa en Oriente Medio, por lo que el reciente ataque preventivo de Estados Unidos e Israel a Irán -justificado por supuestos avances significativos en el desarrollo de armas nucleares por parte del régimen de Teherán- ha reavivado los peores temores del mundo islámico y ha provocado una escalada retórica sin precedentes.
Irán ha prometido "una respuesta abrumadora", mientras que sus aliados en la región, incluidos grupos armados en Líbano, Siria y Yemen, han comenzado a movilizarse. La región, ya volátil, se encuentra ahora al borde de una conflagración mayor.
En una región donde los tambores de guerra parecen retumbar con más fuerza que nunca, el reciente cese del fuego entre Irán y la coalición encabezada por Estados Unidos e Israel sorprendió al mundo.
La propaganda oficial iraní lo presenta como una "victoria estratégica", una resistencia heroica que obligó al enemigo a retroceder. Pero detrás del discurso triunfalista, lo que realmente ocurrió fue una contundente operación de contención por parte de Rusia y China, decididas a evitar una crisis energética global que habría puesto en jaque su propia estabilidad.
El estrecho de Ormuz, una franja marítima de apenas 39 kilómetros en su punto más angosto, es responsable del tránsito de más del 20% del petróleo mundial. Cualquier intento de bloqueo o interrupción de ese flujo supondría una catástrofe económica global. Irán lo sabe, y lo ha utilizado históricamente como carta de presión ante Occidente. Tras el bombardeo de sus instalaciones nucleares, Teherán amenazó abiertamente con cerrar el estrecho.
Pero esta vez, el contexto era diferente. Ni Moscú ni Pekín estaban dispuestos a que la crisis se les escapara de las manos.
Aunque Rusia e Irán han compartido intereses en conflictos regionales como Siria y han colaborado en foros antioccidentales, el Kremlin no puede permitirse una escalada que dispare los precios del petróleo más allá de lo sostenible o que provoque un colapso en los mercados energéticos europeos y asiáticos, donde aún tiene importantes clientes.
Por su parte, China -principal importador de petróleo iraní- tiene una enorme dependencia de los flujos energéticos del golfo Pérsico. Una interrupción de suministros habría sido catastrófica para su economía, ya presionada por una desaceleración post-pandemia.
Ambos países utilizaron sus canales diplomáticos y su influencia económica para forzar a Teherán a la contención.
La respuesta del régimen iraní fue ambivalente: puertas adentro presentó el cese de las hostilidades como una "victoria del eje de la resistencia", incluso con celebraciones callejeras cuidadosamente coreografiadas. Pero, en términos reales, tuvo que ceder ante la presión internacional y aceptar un acuerdo que frena su programa nuclear de forma temporal, permite inspecciones adicionales y, sobre todo, evita el cierre del estrecho de Ormuz.
Lo que Irán logró fue, en el mejor de los casos, una pírrica victoria: no perdió el control del régimen ni cedió terreno militarmente, pero sí lo hizo en el plano estratégico.
Sus ambiciones nucleares quedaron congeladas, su economía aún más vulnerable a nuevas sanciones, y su imagen de poderío ante el mundo islámico dañada por la evidente imposición de intereses externos.
Este episodio demuestra que, en el nuevo orden mundial, ya no es solo Estados Unidos quien define los límites del poder. La contención del conflicto en Irán ha sido posible gracias a una insólita convergencia de intereses entre tres potencias rivales -EE. UU., Rusia y China- unidas, esta vez, no por ideología, sino por pragmatismo: evitar una guerra regional con consecuencias económicas globales.
Sin embargo, este tipo de "paz por presión" es inestable por naturaleza. Mientras Irán continúe siendo gobernado por una élite clerical con aspiraciones de expansión ideológica y autonomía nuclear, y mientras las tensiones regionales no encuentren una vía diplomática duradera, el riesgo de nuevas escaladas seguirá latente.
¿Y ahora qué? Deberíamos preguntarnos. El mundo respira aliviado, pero con cautela. Si bien el estrecho de Ormuz sigue abierto y las llamas del conflicto se han contenido, los factores de inestabilidad persisten. La clave estará en traducir esta contención en diplomacia duradera, algo que requiere voluntad real de negociación, no solo imposición externa.
El rol de Rusia y China en esta contención ha dejado claro que el tablero geopolítico del siglo XXI ya no es unipolar. Pero también ha demostrado que cuando los intereses energéticos y económicos están en juego, incluso los actores más impredecibles pueden optar por la paz, al menos temporalmente.
Sin perjuicio de todo ello, la OTAN ha anunciado una medida histórica: aumentar el gasto en defensa hasta el 5% del PIB de sus países miembros para el año 2035. El argumento es claro: "un mundo más peligroso exige mayor preparación". Sin embargo, esta decisión ha generado tensiones internas. El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, ha mostrado su rechazo frontal a este incremento, señalando que “la seguridad no solo se construye con tanques, sino también con diplomacia, desarrollo y cohesión social”.
Esa postura le ha valido una respuesta inmediata del presidente estadounidense Donald Trump, que ha resurgido como una figura clave en la política internacional. Trump ha amenazado con imponer aranceles comerciales a España si no cumple con los objetivos de defensa, afirmando que “quien no paga su parte en defensa, la paga en economía”. Una amenaza que recuerda a las presiones económicas previas a grandes conflictos del siglo XX.
Históricamente, las guerras mundiales no estallaron de un día para otro. Fueron el resultado de una acumulación de crisis mal gestionadas, alianzas rígidas y decisiones unilaterales. Hoy, el mundo parece estar en una situación similar: múltiples frentes abiertos, alianzas militares tensas, amenazas económicas y una narrativa cada vez más belicista en los discursos oficiales.
Evitar una guerra global no es responsabilidad exclusiva de los gobiernos. Es un desafío colectivo que implica a ciudadanos, instituciones, medios de comunicación y líderes internacionales.
La historia aún no está escrita. Si algo nos enseñó el siglo XX es que la paz no se mantiene sola: se construye día a día, con decisiones valientes, diálogo honesto y una ciudadanía informada.
No estamos condenados a una Tercera Guerra Mundial, pero tampoco estamos inmunes.
Julio César Coronel