La política argentina tiene una peculiar costumbre: reinventarse cada cierto tiempo, pero sin hacerse cargo del pasado. Cambiar de nombre, de lema o de enemigo, pero nunca de relato.
En esa lógica, el peronismo -o mejor dicho, su versión actual más dominante: el kirchnerismo- ha perfeccionado el arte de esquivar la autocrítica y construir una narrativa donde siempre son víctimas, nunca responsables. Y, si algo anda mal, el culpable está afuera: es la derecha, el FMI, los medios, la justicia, la oligarquía, o en estos días, el gobierno de Javier Milei.
Desde hace más de un año y medio, el kirchnerismo -autoerigido custodio exclusivo de lo “nacional y popular”- descarga la artillería verbal contra la gestión actual, con el argumento de que las políticas de ajuste, dolarización, liberalismo extremo y “entrega” del país están arrasando con derechos, destruyendo el tejido social y agravando los males estructurales de la Argentina. No faltan adjetivos dramáticos: “dictadura financiera”, “genocidio social”, “colonia de Wall Street”.
Sin embargo, en ese fuego cruzado hay un dato que rara vez aparece en el discurso: desde el retorno de la democracia en 1983, el peronismo gobernó el país durante 28 años, y la provincia de Buenos Aires -el distrito más poblado y desigual del país- 34 años.
¿Cómo se explica entonces que los mismos que estuvieron en el poder la mayor parte del tiempo actúen como si acabaran de llegar a una escena devastada, sin dejar huella alguna?
El kirchnerismo se ha caracterizado por la eficacia de su construcción simbólica: ellos son “el pueblo”, “la Patria”, “los trabajadores”, “la memoria”, “los derechos”. Y todo lo que no encaje en ese molde es antinacional, neoliberal, cipayo o vendepatria. Así, logran algo poderoso: apropiarse de los símbolos comunes y reducir el campo de pertenencia nacional a su propio espacio político.
Bandera, escarapela, Evita, San Martín, los caídos en Malvinas, incluso el mismísimo concepto de “soberanía” o “Estado” son parte de un léxico secuestrado que funciona como trinchera ideológica. No importa qué tan malas hayan sido las gestiones peronistas: siempre hay alguien peor, y siempre hay un enemigo nuevo al que culpar.
En esa lógica, la alternancia democrática se transforma en una suerte de paréntesis trágico, donde los gobiernos no peronistas son vistos como usurpadores, experimentos fallidos o directamente traidores. El macrismo, con sus errores propios y el endeudamiento con el FMI, es presentado como el responsable de todos los males económicos. El mileísmo, con su plan de motosierra y licuadora, es la nueva amenaza. Pero lo que no se discute es el legado propio.
La provincia de Buenos Aires es el espejo más incómodo del peronismo. Gobernada durante más de tres décadas por ese signo político (salvo la breve interrupción de María Eugenia Vidal), combina riquezas naturales y productivas colosales con índices alarmantes de pobreza, inseguridad, desinversión y deterioro institucional.
¿Qué hizo el peronismo con ese poder territorial, con ese respaldo popular, con ese manejo histórico de los recursos? ¿Qué explicación se da sobre los barrios sin cloacas ni agua potable, las escuelas sin gas, los hospitales colapsados, el sistema judicial paralizado, la policía desbordada y la desigualdad galopante entre el conurbano y el interior bonaerense?
Nada. O peor: se responde con nostalgia o romanticismo. Se habla de “proyectos truncos”, “ajustes heredados”, “resistencia militante” o “batallas culturales”, pero pocas veces se asume con honestidad política que se ha gobernado y se ha fracasado.
Porque si la pobreza estructural no baja, si la educación se deteriora, si la inseguridad crece, y si los derechos sociales se vuelven letra muerta, entonces hay una responsabilidad concreta en quienes gestionaron durante tanto tiempo.
El kirchnerismo insiste en que su modelo es “inclusivo”, “protector”, “redistributivo”. Se definen como los defensores del pueblo ante el embate del capital financiero. Sin embargo, los indicadores duros muestran que tras doce años de gobiernos K y cuatro años del Frente de Todos, la pobreza pasó del 27% al 45%, la inflación superó los tres dígitos, la educación cayó en las pruebas internacionales y el empleo formal privado se estancó.
Ni hablar del nivel de endeudamiento interno, del déficit fiscal crónico, del estancamiento económico, del cierre de PYMEs, o del sistema de salud pública al borde del colapso. ¿Dónde están las obras estructurales, las reformas de fondo, la inversión sostenida? ¿Qué se hizo para resolver los problemas que ellos mismos dicen querer combatir?
Si su modelo mejora la vida del pueblo, ¿por qué el pueblo está cada vez peor? ¿Por qué siguen creciendo los bolsones de miseria en el conurbano que gobernaron durante décadas? ¿Por qué las generaciones jóvenes que nacieron bajo gobiernos peronistas no acceden a la movilidad social que sus abuelos sí tuvieron?
Uno de los aspectos más preocupantes del discurso kirchnerista no es solo su negación de la realidad, sino su apropiación moral del concepto de Patria. Como si hubiera ciudadanos de primera (ellos, los “militantes”) y ciudadanos de segunda (el resto, los indiferentes, los traidores, los “chetos”, los “odiadores”).
Esta construcción binaria ahoga el debate democrático. No se discuten ideas, se invalidan identidades. Y se termina anulando cualquier alternativa que no sea peronista como si fuera ilegítima, aún cuando surge del voto popular. Como si ganar elecciones fuera su derecho natural, y perderlas una tragedia nacional.
Es hora de decirlo sin eufemismos: la Patria no tiene dueño. Los símbolos nacionales son de todos. La bandera no es kirchnerista. Evita no es propiedad privada. La memoria no es una consigna de facción. Y la lucha por los derechos no puede reducirse a una narrativa que sólo admite una voz.
Argentina no puede seguir encerrada en discusiones maniqueas, donde un sector se considera salvador por definición y responsabiliza a los demás de todos sus fracasos.
El país necesita políticos con vocación de servicio, no salvadores seriales. Gestores competentes, no militantes fanáticos. Estadistas con autocrítica, no tribunos con slogans.
No se puede construir futuro sin revisar con sinceridad el pasado. Si el kirchnerismo quiere volver a ser alternativa de poder, debería empezar por hacerse cargo de lo que no hizo, de lo que hizo mal, y de lo que prometió y no cumplió.
No alcanza con decir que Milei es peor. No alcanza con recordar a Macri. El pueblo merece algo más que comparaciones: merece resultados.
La Argentina enfrenta un desafío histórico: decidir si madura o repite. Y madurar implica, entre otras cosas, dejar atrás relatos únicos, discursos heroicos y épicas vacías. Madurar es asumir responsabilidades, incluso cuando duelen. Es entender que gobernar no es militar, ni resistir, ni culpar al de al lado, sino hacer, transformar y mejorar la vida de la gente.
El kirchnerismo, y el peronismo en general, tienen historia, tienen estructura, tienen militancia. Pero eso no les da licencia para eludir su parte en el fracaso colectivo que es hoy la Argentina.
Nadie tiene el monopolio de la Patria. Nadie es dueño de los símbolos. Y nadie puede creerse más argentino por el simple hecho de ondear una bandera más alto. La Patria, sencillamente, es de todos