08 de agosto, 2025
Colaboración

En el marco de un debate, cada vez más polarizado, sobre la violencia de género y la administración de justicia, el Senado de la Nación se enfrenta a un proyecto de ley que, de aprobarse, modificaría profundamente la forma en que se procesan las denuncias por delitos sensibles como el abuso sexual infantil o la violencia contra las mujeres.

El proyecto prevé penas de prisión más severas para quienes realicen falsas denuncias, con agravantes si éstas se dan en contextos de violencia de género o contra menores.

Aunque a simple vista parezca un avance en la lucha contra el uso malicioso del sistema judicial, la propuesta genera más preguntas que respuestas, más temores que certezas. ¿Estamos legislando desde la evidencia o desde el prejuicio?

El argumento central de quienes impulsan estas reformas parece claro: sancionar a quienes utilizan la justicia como herramienta de venganza o manipulación.

Nadie defiende la denuncia falsa. Obviamente, se trata de un acto grave que ya está tipificado en el Código Penal.

Sin embargo, debemos coincidir que, al convertir a ciertos tipos de denuncia en objeto de penas agravadas, la reforma corre el riesgo de poner en la mira precisamente a las víctimas que más obstáculos enfrentan para obtener justicia.

Es por ello que la pregunta no es si las denuncias falsas deben ser castigadas. Lo están, y deben seguir estándolo. El problema es la lógica inversa que puede instalarse: si no se logra probar un abuso, ¿eso convierte automáticamente a la denunciante en una delincuente? ¿Estamos preparados, como sociedad y como sistema judicial, para distinguir entre una denuncia infundada y una denuncia falsa, es decir, maliciosa y dolosa?

El efecto disuasorio de esta norma podría ser devastador. Y este peligro debería ser ponderado.

Como advirtieron algunas voces en el Congreso, si una madre denuncia un posible abuso contra su hijo y el fiscal no consigue las pruebas necesarias -algo tristemente común en delitos que muchas veces ocurren en la privacidad-, esa madre podría terminar en prisión.

El mensaje termina siendo brutal: mejor quedarse callada que arriesgarse a ser castigada por hablar.

¿Y qué pasa con el testigo? El proyecto también endurece las penas para testigos o peritos que falseen información.

De suyo, sería una herramienta útil si se trata de combatir redes de corrupción judicial o pericias truchas. Pero, aplicada de manera indiscriminada, puede provocar un efecto glacial en quienes, por temor, opten por no declarar.

Aquí una primera crítica relevante que se vincula a los efectos inhibitorios que podría generar esta legislación.

Algunos estudios internacionales (ONU, CEDAW, ONU Mujeres) han advertido que las denuncias falsas en casos de violencia de género son mínimas en comparación con los niveles de subregistro y de impunidad.

En cambio, la posibilidad de que una víctima sea penalmente perseguida por denunciar sin que luego se logre una condena actúa como un factor de silenciamiento y retraimiento, más que como una herramienta de prevención del delito.

En este sentido, los principios de mínima intervención y ultima ratio del derecho penal parecen ser dejados de lado.

Se legisla con una lógica simbólica -al estilo del “derecho penal de autor”- que refuerza estigmas y no mejora la capacidad del sistema judicial para discriminar entre casos genuinos y maniobras fraudulentas.

Tal como lo señaló el senador Luis Juez, no parece haber optimismo real sobre su efectividad.

Se trata más bien de una iniciativa simbólica, de fuerte impacto político, que juega con el sentido común punitivista de una parte de la ciudadanía, más que con los datos o el análisis jurídico.

En concreto, el proyecto plantea la modificación del artículo 245 del Código Penal, proponiendo penas de prisión de uno a tres años por denuncia falsa, y una escala agravada de tres a seis años si el hecho se vincula a delitos de género o contra menores.

A su vez, se introduce una reforma paralela al tipo penal de falso testimonio (Art. 275 CP), elevando las penas cuando el perjuicio del falso testimonio recaiga sobre una persona imputada en el marco de una causa de esta índole.

Desde una perspectiva penal sustantiva, esta propuesta agrava tipos penales ya existentes, sin resolver su principal desafío: la prueba del dolo específico.

En el caso de la denuncia falsa, no basta con que la denuncia resulte infundada o que el hecho no se haya podido acreditar judicialmente. Debe probarse que el denunciante sabía con certeza que el hecho era falso y, aun así, lo denunció con la intención de perjudicar.

El riesgo de esta reforma no radica solo en su redacción, sino en la interpretación judicial que pueda hacerse en un contexto de creciente presión mediática y social para “castigar el abuso del sistema”.

Si se tiende a confundir una denuncia erróneamente presentada -o bien desestimada por insuficiencia probatoria- con una denuncia dolosamente falsa, podría vulnerarse el principio de legalidad y de inocencia, así como el derecho de acceso a la justicia de víctimas reales.

Porque si hay algo que la evidencia muestra con claridad es que las denuncias falsas en casos de violencia de género son excepcionales.

No lo dicen solo los movimientos feministas, lo dicen estudios de organismos internacionales, fiscales, defensorías y especialistas. La mayoría de las víctimas no denuncia, y cuando lo hace, encuentra un sistema reticente, burocrático y, muchas veces, hostil.

Entonces la pregunta sería si ¿queremos un sistema más justo o simplemente más intimidante?

En lugar de endurecer penas, lo urgente sería mejorar los mecanismos de investigación, agilizar los procesos judiciales, proteger a víctimas y también garantizar los derechos de los imputados.

Pero eso requiere trabajo, inversión, capacitación. No solo reformas legales con aroma a demagogia.

La justicia penal no puede construirse sobre el miedo a denunciar.

Castigar a quien miente, sí. Criminalizar la duda, nunca.

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