Hace pocos días, haciendo un trámite bancario, me topé con una grata sorpresa. En la cola, burocrática e interminable, había delante de mí, una mujer leyendo. Muy a despecho de los muchos usuarios que, en distintos puntos del banco, aprovechaban la desidia de los guardias y hablaban por teléfono a diestra y siniestra.
Yo había llevado mi libro, para matar el tiempo (en realidad para ganarlo) y me encuentro con una grata sorpresa: “Muerte en el Nilo”, de Agatha Christie, libro al que, la referida mujer, leía con avidez. Le pregunté si había visto la película y me dijo que no, que primero prefería el libro y luego vería la película. Allí, para mí, la misma, se definió: era una lectora de calidad.
En un tiempo en que el “text neck” (síndrome de cuello) ataca al grueso de la población por obra y gracia de los aparatos celulares y la constante postura. casi reverencial de la gente, hacia los mencionados aparatos, con los consecuentes dolores posturales, ver a alguien agachada, honrando a la Christie, era todo un hallazgo.
En última instancia, la rigidez cervical de la encantadora lectora, le valdrá un buen aporte a su cultura y no una siembra en el infértil campo de la futilidad.
Yo leía a Vargas Llosa, ¿“Quien mató a Palomino Molero”?, libro que le valió al autor peruano el Premio Nobel 2010. Ella le hacía honores a la escritora inglesa de misterios, más reconocida de la historia.
En medio de sonidos de sellos, chirridos de celulares y energía densa, tanto el peruano como la inglesa hacían la diferencia.
En algún momento en que leía una parte crucial de la novela de Vargas Llosa conjeturaba: ¿Se habrá imaginado este hombre, mientras escribía estas líneas, que me iba a hacer placentero un trámite engorroso?
Ya lo dijo Jorge Luis Borges, “no hay placer más grande que leer. Pero ¿quién soy yo para decirle a alguien que sea o no feliz?”
Si la gente que se oculta en sus celulares, supiera por un instante que sumergirse en el maravilloso e insondable mundo de las letras no tiene parangón, dejaría de pasearse como zombi por las calles, buscando vaya uno a saber qué salida a qué dolores del alma (de esos que todos portamos).
Porque no hay razón más aproximada a la realidad que la de que una persona sumergida en una pantalla pequeña e incómoda, siempre está escapando de alguna realidad que lacera, en mayor o menor medida. Escapando de una incomodidad, eligiendo el placebo del efímero placer de un escándalo de los famosos del momento o, lo que es peor, lanzar casi agónicamente un dardo venenoso a través de un comentario hacia una persona que le desagrada, por el mero hecho de exponer un mal estado personal trasmutado en una opinión negativa y muchas veces cargada de violencia y resentimiento.
El atractivo de un libro tiene pocos espacios de difusión. Se ha ido perdiendo, desde que apareció el gran invento de un tal Martin Cooper y potenciado por posteriores avezados en la materia, como Steve Jobs y otros tantos expertos en el tema, cuyo aporte a la humanidad (bueno o malo) juzgará el tiempo.
En todo caso, el uso necesario de los aparatos atenta contra el tiempo que la gente dedica al lenguaje escrito. Se dice que leer reduce el stress, mejora la concentración, protege la salud mental y retrasa el deterioro cognitivo.
En contrapartida “el uso excesivo del celular puede generar deterioros en el cerebro, que incluyen cambios estructurales y funcionales (como disminución del volumen cerebral y alteración de la conectividad neuronal), problemas de salud mental (ansiedad, depresión, irritabilidad), y afectaciones cognitivas (menor capacidad de atención, memoria y aprendizaje). Además, puede causar dependencia, insomnio y dificultades en la regulación emocional”, afirma Google.
De todos modos, a esta altura, la batalla entre Palomino Molero (personaje de Vargas Llosa) y el Iphone tiene un claro ganador. Pero los verdaderos perdedores de esta contienda son los jóvenes, los que crecieron en este mundo virtual que parece ser el único universo que los mismos conocen. Tienen una capacidad abrumadora de sumergirse en vaya uno a saber qué inframundo que, por momentos, para muchos de ellos, es el único que existe. De todos modos, no eximo de este deterioro de la conexión con la realidad a los adultos que sufrieron, con el advenimiento de los celulares, un alejamiento significativo de los libros, y de la realidad misma.
Se ha comprobado que los jóvenes de hoy, en su mayoría, no comprende un texto, no sólo por cuestiones socioeconómicas sino, justamente por la sobreexposición a pantallas y contenidos inútiles.
“Más libros, menos celulares” sería el slogan. Pero por mucho tiempo, sobre todo el inmediato, la batalla cultural parece perdida, y no hay mucho que hacer, porque como dijo Borges: “El verbo leer, como el verbo amar, el verbo soñar, no soporta el modo imperativo”.