Octubre siempre fue un mes emblemático para el peronismo. Un mes que condensa dos fechas fundacionales del movimiento político más influyente del siglo XX argentino: el 8 de octubre, día del nacimiento de Juan Domingo Perón, y el 17 de octubre, el Día de la Lealtad, cuando en 1945 una multitud desbordó las calles para exigir su liberación y marcar, sin saberlo, el inicio de una nueva era política.
Sin embargo, setenta y ocho años después, el peronismo atraviesa un momento de cruce entre la nostalgia y la necesidad urgente de modernización.
Mientras la liturgia se repite -actos, homenajes, discursos encendidos-, el país y la sociedad han cambiado, y muchas de las respuestas tradicionales del movimiento ya no interpelan a las nuevas generaciones.
Hoy, los desafíos del siglo XXI son otros: informalidad laboral estructural, crisis de representatividad, cambio climático, inteligencia artificial, economía digital.
Y frente a eso, buena parte de la dirigencia peronista parece aún anclada en fórmulas discursivas del pasado, con mensajes amarillentos, como si aún se pudiera construir liderazgo solamente apelando a la mística, sin ofrecer horizontes claros de futuro.
El peronismo tiene una enorme riqueza doctrinaria y una capacidad histórica de adaptación que ha sido su fortaleza.
Supo ser movimiento obrero, partido del Estado, fuerza neoliberal, centroizquierda, nacionalista, transversal. Pero esa ductilidad hoy aparece debilitada, no por falta de ideas, sino por falta de coraje para aggiornarse sin traicionarse.
¿Puede el peronismo abrazar la innovación sin abandonar su esencia de justicia social?
¿Puede volver a enamorar a una juventud que mira más a las redes que a las tribunas?
¿Puede ofrecer respuestas modernas sin esconderse detrás de slogans vacíos o debates internos endogámicos?
Este octubre, más que recordar la lealtad de 1945, el peronismo tiene que preguntarse lealtad a qué y a quiénes. Porque el pueblo al que decía representar ya no es el mismo. Y el mundo que lo rodea, tampoco.