Desde el retorno de la democracia en 1983, la vicepresidencia en Argentina ha sido un territorio de fricciones. Julio Cobos votó en contra del gobierno peronista en 2008 y fue considerado una “traición” interna por la presidenta Cristina Fernández; Carlos Álvarez renunció en 2000 por diferencias irreconciliables con Fernando de la Rúa.
Esa tradición de vices incómodos se repite en múltiples ejemplos: desacuerdos sobre poder real, roles mal definidos, ambiciones personales e injerencias invisibles. La combinación de rivalidad, desconfianza y celos —entre ellos o con terceras figuras— ha marcado la impronta institucional del binomio presidencial argentino.
Pero nos deberíamos preguntar ¿Por qué tantas incompatibilidades? .
Ciertamente, que las razones suelen combinar diversos factores como probables temores de desplazamiento, es decir, presidentes que buscan consolidarse sin compartir el poder con sus vices.
La existencia prevalente de celos y mezquindades, muchas veces vinculados a la ambición política del vicepresidente o a su proximidad a otros referentes.
Además, nos encontramos con temores institucionales, donde el vicepresidente ejerce un poder simbólico y a veces real, especialmente en el Senado, que pudiere amenazar al jefe del Ejecutivo si entra en disputas de poder.
Por último, cuestiones de naturaleza ideológica divergente, lo que se avizora cuando tanto el presidente como el vicepresidente representan líneas opuestas dentro del mismo espacio político, por lo que la convivencia política se vuelve algo insostenible.
A lo largo de estas cuatro décadas, tuvimos “honrosas excepciones” las que en verdad han sido escasas. Como aquellas donde hay alineamiento fuerte y roles definidos (como Kirchner–Boudou), o donde el vicepresidente adopta un perfil bajo y con un caudal político totalmente acotado (como Menem-Ruckauf), en esos casos la gobernabilidad mejora; pero el conflicto emerge casi siempre cuando aparecen desacuerdos de fondo, agendas cruzadas o veto tácito.
Hoy estamos ante un caso paradigmático, tanto Milei y Villarruel, provienen de diferentes mundos y ello hace que eclosionen, pero además se produce un rotundo choque de egos.
La tensión entre Javier Milei y Victoria Villarruel es, en este marco, una versión moderna de un drama histórico.
Desde la campaña de 2023 surgió una dupla incómoda: él, autodefinido «anarcolibertario» —una mezcla de anarcocapitalismo radical y marketing disruptivo— y ella, una política conservadora, nacionalista, heredera ideológica de la derecha militar y cuestionadora de los organismos de derechos humanos por canalizar una sola mirada de la historia sangrienta de las décadas pasadas.
Ciertamente que la fractura de la fórmula presidencial se visibilizó desde un principio, habida cuenta que Victoria Villarruel esperaba recibir los ministerios de Defensa y Seguridad; y no ha recibido nada, por el contrario, Javier Milei se los adjudicó a aliados del PRO, como Patricia Bullrich y Luis Petri.
Es así, que, desde ese momento inicial, la vicepresidente fue excluida sistemáticamente de los ejes de poder, quedando recluida al ámbito del Senado, sin influencia real en la toma de decisiones.
En los últimos meses el conflicto escalando, lo que en un principio fue una guerra sorda, sin reyertas a la vista, terminó saliendo a la luz.
Se le adjudica a Villarruel permitir una sesión legislativa que terminó aprobando varias leyes que tienen como fin el incremento del gasto público, pese a la oposición frontal del presidente.
En respuesta a ello, Milei la llamó “traidora” e infantil, y dejó en claro que su compañera de fórmula no responde al círculo áulico el llamado “triángulo de hierro” conformado por él, su hermana Karina y Santiago Caputo.
De manera inmediata, y como nunca se había visto en los meses precedentes, Villarruel respondió públicamente calificando a Milei de inmaduro e infantil, sugiriendo que “ahorre en viajes y en la SIDE” y señalando que estaba aislado en la residencia presidencial, desconectado de la realidad, lo que se dice un contragolpe furibundo y terminante.
Para lo cual ahondar con ciertas insinuaciones que poseía información comprometedora, aumentando la tensión institucional.
Va de suyo, que ambos personajes, representan dos miradas diferentes con un mismo contrincante, el kirchnerismo, mientras que la vicepresidente considera que no toda la llamada “casta” es deleznable y que se puede rescatar cierta porción de la misma, para el presidente es necesario romper con todo lo que es la política hasta hoy conocida.
En ese sentido, Milei promueve desregulación radical, el racionamiento del Estado y la libertad a rajatabla, donde el Estado casi es un ente fantasmagórico, y ello como su estilo provocador e irreverente, pugna con el discurso de Villarruel, profundamente conservadora, nacionalista y tradicionalista, donde las maneras de hablar y las formas de presentarse en público son más edulcoradas sin dejar de ser contundentes y firmes.
Ella incluso ha sido vinculada con el peronismo tradicional: hay indicios de que se ha reunido con gobernadores peronistas y con el ex mandatario Mauricio Macri como estrategia para frenar el avance de Milei, lo cual él interpreta como “coqueteo” con la estructura de la casta que denuncia.
Todo este entramado de idas y vueltas, nos hace pensar que el conflicto Milei–Villarruel, tiene varios componentes.
Desde las propias ambiciones cruzadas, donde la vicepresidenta construye una imagen política autónoma, recorriendo provincias, reuniéndose con gobernadores, montando un sello propio; y toda esa estrategia se interpreta en la Casa Rosada como una amenaza interna.
Por el otro lado, existiría una desconfianza visceral, que viene incluso desde la campaña presidencial, donde Milei desconfiaba de ella; pero muchísimo más su entorno que afirma que amenazó con bajarse antes del cierre de listas si no tenía poder real.
Ahora bien, el nudo gordiano del enfrentamiento, se centra en los celos y mezquindades familiares, donde Karina Milei es realmente la piedra angular de todo este berenjenal, diferencias irreconciliables entre ambas acrecentaron la rivalidad personal, fortaleciendo el cerco sobre la vicepresidenta y polarizando la relación, dado que la hermana quiere ser ella quién digite todo lo que rodea al presidente y no admite nadie con más presencia y decisión en el ámbito presidencial que el que ella representa y ostenta.
No quedan dudas que observamos voces institucionales contrapuestas, Javier Milei ejerce el poder desde un estilo combativo y centralista; en tanto Victoria Villarruel, desde el Senado con ribetes institucionales y moderación formal, muestra una faceta con tanto simbolismo de los histriónico y lo verborrágico, que acrecienta el choque y la consiguiente diáspora interna.
Por lo visto, la disputa entre Milei y Villarruel no es un accidente momentáneo, sino la repetición estructural de una dinámica histórica: presidentes que temen compartir poder, vicepresidentes con apetencias propias, agendas ideológicas irreconciliables y presiones externas que los ponen al borde del conflicto.
El desenlace está abierto. Si Villarruel consolida una base independiente —con gobernadores, con Macri o con sectores tradicionales del peronismo—, puede transformarse en una figura altiva que compita hacia el 2027.
Milei, entretanto, mantiene su discurso anti-casta y confrontativo, pero enfrenta el desafío de demostrar que puede gobernar constructivamente. Las elecciones de este año, marcaran su agenda y su destino, si estamos frente al ocaso o si es posible mostrar un gobierno tan altivo como taquillero, donde la gobernabilidad no ceda lugar a la fragmentación.