27 de junio, 2025
Colaboración

Con la condena a Cristina y su arresto domiciliario, muchos se preguntan sobre esta herramienta que pueden utilizar los defensores y otorgar los jueces.

En un país donde la justicia penal carga con un sistema carcelario saturado y cuestionado, la Ley de Ejecución Penal (Ley 24.660) se presenta como uno de los pilares más importantes -y a la vez más debatidos- en la etapa posterior a la condena. Especialmente cuando nos enfrentamos al caso de personas mayores de 70 años, la tensión entre castigo, resocialización y humanidad cobra especial relevancia. ¿Hasta dónde llega el poder punitivo del Estado y dónde comienza la dignidad humana? El artículo 18 de nuestra Constitución Nacional tiene mucho que decir.

La edad del condenado no es un detalle menor. Según el artículo 10 del Código Penal y su interpretación en consonancia con la Ley 24.660, las personas mayores de 70 años pueden acceder a la prisión domiciliaria como modalidad alternativa al encierro penitenciario, siempre que las condiciones lo justifiquen y no representen un riesgo procesal o para terceros.

No se trata de impunidad ni de beneficios arbitrarios: se trata de la aplicación del principio de humanidad de la pena, con base en el mandato constitucional del artículo 18: “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas."

La privación de libertad no puede convertirse en un mecanismo de sufrimiento agravado, y eso se vuelve especialmente crítico en condenados de edad avanzada, con deterioro físico o cognitivo, cuyas condiciones de salud son difíciles -si no imposibles- de ser garantizadas dentro del sistema penitenciario actual.

La prisión domiciliaria no es una liberación. Es una forma de cumplimiento alternativo con condiciones concretas impuestas por el juez o tribunal de ejecución. Estas pueden incluir, la prohibición de salir del domicilio, el control mediante tobillera electrónica, las visitas sorpresivas de personal judicial o penitenciario, la presentación de informes médicos regulares, la prohibición de contacto con determinadas personas (en casos de delitos de género, por ejemplo).

Estas condiciones responden al principio de individualización de la pena, ajustando la ejecución a la persona concreta y no al delito abstracto.

Pero la pregunta es: ¿se aplican de manera equitativa? En muchos casos, la prisión domiciliaria se concede con lentitud, entre desconfianzas públicas, presiones mediáticas y sobrecarga judicial, mientras que en otros se otorga sin demasiada resistencia. La selectividad del sistema penal vuelve a quedar expuesta. 

La diferencia con cumplir la pena en una unidad penitenciaria tradicional es abismal, especialmente en personas mayores.

Las unidades carcelarias argentinas, salvo excepciones, no están preparadas para alojar adultos mayores con necesidades especiales.

La falta de médicos especializados, la carencia de infraestructura accesible y los altos niveles de violencia institucional convierten la detención en prisión en una pena que se agrava por la vía de los hechos, rozando la inconstitucionalidad.

El artículo 18 de la Constitución no solo protege al imputado en juicio: extiende su protección a todas las etapas del proceso penal, incluida la ejecución de la pena. Establece un límite claro al poder del Estado: el respeto a la dignidad humana.

En ese sentido, toda decisión judicial que implique mantener en prisión a una persona cuya salud o edad no le permite soportar el régimen carcelario debe ser revisada no solo desde el derecho penal, sino también desde el derecho constitucional y los derechos humanos.

Las alternativas a la prisión no son concesiones blandas ni privilegios elitistas. Son herramientas de un sistema que, si pretende ser justo, debe castigar sin deshumanizar.

Cuando el encierro se vuelve desproporcionado o cruel, ya no estamos hablando de justicia, sino de venganza institucional.

Es por ello, que con toda legitimidad y razón podríamos interrogarnos, si el arresto domiciliario es un ¿privilegio, impunidad o garantía?

Ante la primera pregunta, ¿es un privilegio?, podemos afirmar categóricamente, que no, no lo es. 

Un privilegio implicaría un trato especial injustificado y arbitrario, reservado a ciertos individuos por razones de poder, clase o influencia.

Como dijimos la prisión domiciliaria para mayores de 70 años está legalmente prevista en el artículo 10 del Código Penal y regulada por la Ley 24.660 (Art. 32 inc. d y otros), y se aplica bajo criterios objetivos (edad, salud, condiciones personales). Por tanto, no es un privilegio, sino una modalidad legalmente autorizada de cumplimiento de la pena.

Por lo demás, el segundo interrogante a despejar si ¿es una garantía basada en el principio pro homine? Inmediatamente la respuesta sería afirmativa, obvio que sí, lo es. 

La aplicación de la prisión domiciliaria en casos de edad avanzada responde al principio pro homine, que es un criterio hermenéutico fundamental en el derecho internacional de los derechos humanos: así cuando hay varias interpretaciones posibles, debe aplicarse la que más favorezca a la persona humana.

Este principio está implícitamente recogido en el Art. 18 de la Constitución Nacional, y también en tratados con jerarquía constitucional (como la Convención Americana sobre Derechos Humanos, art. 5, y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, art. 10)), que obligan al Estado a garantizar condiciones dignas durante la detención.

Por tanto, no queda duda alguna que la misma es una garantía de cumplimiento digno y razonable de la pena, no una exención de responsabilidad.

Por último, nos quedaría preguntarnos, si el arresto domiciliario ¿implica impunidad? Y objetivamente, no, no lo es, pero con una condición inexorable, si se lo controla debidamente.


Es por ello que podríamos señalar que la prisión domiciliaria no elimina la pena, sino que modifica su forma de ejecución.

 

El condenado sigue cumpliendo su pena, bajo vigilancia del Estado y con restricciones concretas.

La impunidad sería la ausencia total de sanción o su elusión fraudulenta. La prisión domiciliaria no borra el delito ni extingue la condena, por lo que no puede calificarse como impunidad.

No obstante, hay una percepción social de impunidad cuando: se otorga sin controles estrictos; se la aplica a delitos graves sin argumentación suficiente o el sistema no garantiza seguimiento efectivo.

Pero esto es una falla del sistema de control, no del instituto jurídico en sí.

La prisión domiciliaria para mayores de 70 años no es un privilegio ni una forma de impunidad, sino una garantía de cumplimiento digno de la pena, basada en el principio pro homine, conforme al art. 18 de la Constitución Nacional y los tratados internacionales de derechos humanos.

En una democracia constitucional, como la que promete nuestro artículo 18, el gran desafío no es solo condenar a quien delinquió, sino ejecutar esa condena de manera compatible con la dignidad y los derechos de toda persona humana, no importa quién sea el individuo, qué represente o qué haya sido en el pasado. La ley debe ser pareja para todos sin distinción de ningún tipo que eclosione en una distracción de la ejecución penal.

Julio César Coronel

 

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