22 de octubre, 2024
Colaboración

Cuando la conocí, a principios de los setenta, me asombró su gracia maternal, su gesto tranquilo, pausado y su mirada clara y elocuente que se acentuaba desde el contorno de una mujer indiscutidamente bella.

Me preguntó si ejercía como periodista, le dije que no, pero que me apasiona escribir sobre hechos y personajes de nuestra historia. Creo que le inspiré confianza, porque en cada oportunidad que la visitaba, me hablaba de su vida ligada a la política y al peronismo de entonces, sin ocultar ningún detalle, bajo mi promesa de no revelar nada.

Sabía que me había convertido, desde los años setenta, en un defensor acérrimo de la figura pública de su marido, apenas evocada en ese tiempo en que fuimos gobernados de bota en bota, entre el temor y la incertidumbre de nuestros destinos.

La temática fue recurrente, como obligatoria, desgranado sobre su azorada juventud y aquellos días acompañando a su ilustre compañero, que la había obnubilado desde la cátedra de historia argentina en su paso por la secundaria

Isabel Susana Pomar, cumplidos diecinueve años, se casó el 16 de julio de 1946 con Ramón Carrillo, que contaba por entonces cuarenta años y se encontraba al frente del Ministerio de Salud de la Nación. La boda se realizó en la vieja casona familiar de la calle French, entre Billinghurst y Sánchez de Bustamante –adquirida por el cónyuge-, y fue apadrinada por el Gral. Juan Perón y su esposa Eva Duarte.

Siempre nos recibió en su casa, una pequeña, antigua quinta entre Adrogué y Villa Calzada a la que bautizaron con el nombre de “Villa Antares” (1). Allí fue feliz en su matrimonio y crecieron sus cuatro hijos, pero también ese solar fue el laboratorio de estudios e investigaciones de Ramón –que no solo ejercía la medicina, estudiaba los insectos entre otros- y el sitio obligado de las reuniones políticas, de la familia numerosa y de los estrepitosos allanamientos y saqueos ordenados por el régimen militar que derrocó al peronismo en 1955.

Su vida no fue ni simple, ni fácil. Se integró de inmediato al numeroso ámbito familiar del clan Carrillo y, desde que lo conoció hasta el fin de sus días, secundó a su marido en la buenas y en las malas, más desde el llano, que en la función pública.

Vivió un destierro involuntario y soportó con estoicismo el vituperio y la maledicencia de propios y extraños que no conciben que sea posible la honradez y el sacrificio en el cargo político. Su extraordinaria belleza se convirtió en un estigma que no le fue fácil sobrellevar en tiempos aciagos.

Viuda en plena juventud, vivió tan sólo diez años de matrimonio, sin recursos y al frente de su familia, se mantuvo incólume cuando arreciaba una voraz campaña difamatoria en contra de su marido, a quien nunca le pudieron probar ni una sola de las diatribas que le endilgaron.

Se supo que la canallada estaba inspirada por un émulo de Goebbels (2), el entonces coronel Enrique Rotjer, uno de los inspiradores de la Revolución Libertadora, el mismo que emitía comunicados falsos y mandaba a empapelar la ciudad de Buenos Aires con supuestas investigaciones e imputaciones de toda índole en contra del ex funcionario muerto.

Pero Susana estaba fortalecida desde el dolor y aún se recuerda la solicitada publicada en al diario La Prensa, motivada por la angustia que le provocó el saqueo de su casa cuando estuvo exiliada en el exterior junto con su marido y sus hijos. 

Decía, refiriéndose al militar aludido: “¿Se acuerda usted cuando se tiró en una cama y, revolcándose con las botas puestas, pedía a gritos whisky importado y discos? ¿Se acuerda de que no hallándose en una garconniere (especie de habitación utilizada para encuentros amorosos) y sí en una casa de familia, abrió los cajones de las cómodas, extrayendo las piezas íntimas de mujer y levantándolas en alto como trofeos de victoria, acusó al nylon y a la seda de ser productos de contrabando?

¿Sabrá usted decirme qué destino tuvo la colección de corbatas de mi marido, las lapiceras de oro, las medallas, las condecoraciones, regalos de sus amigos o pacientes y otros premios otorgados a su valor científico, como la estrella de oro y esmalte azul, regalo de Francia? ¿De la pistola Brownig, del tocadiscos Webster, de las dos radios portátiles y del secreto que contenían cuatro bolsas no identificadas que salieron con usted de mi casa?

¿Sabría usted decirme de las otras “chucherías” artísticas que yo tenía en mi hogar y que después de su sonada visita ya a pesar de los focos de luz con que iluminaban el edificio y del cordón policial que rodeaba la manzana, desaparecieron a plena luz o cuando usted impartió la orden de que se hiciera sombra?” (3)

El 24 de diciembre antes de la medianoche se fue para siempre, la dueña de los ojos color turquesa que me contó la otra historia que vivió, muy diferente a la que se conoce.

Se fue tan silenciosa, como vivió. Guardó el secreto. Yo haré lo mismo.

 

Referencia

1- Adquirida por Ramón Carrillo que abonó $ 90.000 de contado, más hipoteca por $ 180.000 con BHN a 30 años.

2- Joseph Goebbels: Ministro de propaganda nazi autor de la frase “Miente, miente que algo quedará”.

3- Marin Guillermo. Ramón Carrillo: la grandeza y el exilio.

 

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