Mayo de 1810 en Buenos Aires no solo fue el mes en que se formó el primer gobierno patrio, sino también una época en la que la ciudad palpitaba entre las primeras chispas de la independencia y las cotidianas trivialidades de la vida en la colonia.
En pleno cambio de época, Buenos Aires seguía siendo un punto neurálgico del Virreinato del Río de la Plata, pero entre las tensiones políticas y los ideales de libertad, la ciudad también era escenario de ciertas particularidades curiosas, casi frívolas, que pintan un panorama de lo que realmente pasaba en las calles más allá de los grandes acontecimientos históricos.
En 1810, Buenos Aires ya era una ciudad que presagiaba esa multicultural y ecléctica que hoy día luce portentosa y admirada.
En ese entonces, las calles todavía de barro, con esas lluvias que suelen asolar a la gran urbe, y con esas edificaciones de adobe y ladrillo, permitían ver los carromatos tirados por caballos, incluso adentrándose algo en el río de la Plata para esperar a quienes llegaban de España en esos trémulos navíos.
Si uno quisiera moverse de un punto a otro, a menudo se veía forzado a compartir el espacio con un carroza realista que podría haber pertenecido a algún funcionario del virreinato.
Los pobres habitantes de la ciudad tenían que convivir entre los inevitables barro y polvo que dejaban estos vehículos de paso, una verdad cotidiana poco épica frente a los fervores revolucionarios.
Y entre tanto, no faltaba la costumbre de pasear por la Plaza Mayor, el corazón de la ciudad. Aunque los acontecimientos políticos comenzaban a ocupar los titulares, la gente seguía disfrutando de los pequeños placeres: los niños jugando, las mujeres tomaban sus breves descansos de costura mientras vigilaban a sus hijos, y los hombres se reunían a hablar de todo, menos de política, en ciertos reductos como la jabonería de Vieytes.
Es cierto que el ambiente en la plaza se cargaba con la tensión que se respiraba en los círculos de poder, pero no todo en Buenos Aires en 1810 era cuestión de revoluciones.
Claro que, para muchos de los porteños, la moda era otro campo trivial pero relevante. En las primeras semanas de mayo, la moda de la ciudad, en gran medida importada de Europa, consistía en sombreros de ala ancha, chaquetas ajustadas y polainas de cuero que hacían sentir a los habitantes de la ciudad como si vivieran en una especie de rincón tropical de la corte española.
Y mientras se fraguaba la revolución, el calzado -los famosos "zapatos de hebilla"- y las pelucas de moda se mantenían como prioridad para muchos.
La gente en Buenos Aires se preocupaba tanto de la moda como de las noticias del día, y no eran pocos los que, con una mezcla de ansiedad y desdén, ajustaban sus trajes de gala para asistir a las reuniones que, si bien históricamente trascienden por su importancia, para ellos no dejaban de ser momentos de reunión social.
Lo más curioso de todo esto es que, a pesar de las grandes decisiones que se estaban tomando en el Cabildo, donde se forjaba la Revolución de Mayo, las trivialidades de la vida cotidiana seguían siendo tan importantes como el primer gobierno patrio que se gestaba.
Las tensiones políticas no lograron desplazar por completo la vida diaria de los porteños. No importaba si alguien estaba entusiasmado con los ideales de libertad o si aún mantenía una mirada nostálgica por el orden colonial: el sol del mediodía, las conversaciones sobre moda y la calidez de un mate compartido seguían siendo la rutina de la ciudad.