Fue uno de los escritores fundamentales de Santiago del Estero. Si hay algo que atrapaba de él, eran sus “zocos”, cuyo nombre refería al juego infantil de hace varias décadas: el “Zoco de la Buri Buri”, que era una suerte de broma recurrente en una edad temprana. En nuestro espacio cultural de LA COLUMNA hoy recordamos su obra que tan bien supo interpretar la santiagueñidad, desde relatos tan vívidos como perdurables.
Jorge “Zoco” Rosenberg nació en 1948 en Santiago del Estero. Licenciado en Sociología, era tal vez por ello que sabía “leer” tan bien la idiosincrasia del santiagueño al que describía al en su esencia fundamental.
Si bien empezó en la literatura con la poesía “La pelota de la luna”, se dio cuenta una vez que debía escribir en horizontal, esto es, contar, relatar, en ese estilo único que tenía Jorge, que no se parecía a nada ni a nadie.
Y, como era melancólico, no tuvo mejor idea que transportarse al pasado y tomar el nombre de una suerte de chanza que era muy común en sus años de juventud: El zoco de la Buri Buri.

Con su gran capacidad de emisión de la memoria santiagueña en sus incomparables relatos, Jorge lanzó a la opinión pública una serie de innúmeros escritos, todos dedicados a personas representativas de la vida y cultura santiagueña. Los relatos rinden honores a un Santiago que fue y que no debe nunca dejar de ser; porque perdura en los santiagueños que aún viven y recuerdan y en las generaciones que tuvieron el privilegio de saber las anécdotas más diversas de nuestra querida tierra de boca de sus protagonistas.
En efecto, como sacando del arcón de los recuerdos, Rosenberg, creó esta serie de anécdotas santiagueñas, en una antología que define un tiempo de Santiago del Estero que todavía nos convoca en nuestra memoria colectiva. En ellos (los zocos) no faltan las alusiones a la acequia de la Belgrano, a las delicias del Trust Pastelero y a los hombres y mujeres que fueron sus contemporáneos y formaron parte del paisaje humano de la ciudad madre.
Si de destacar su obra se trata, es de ponderar la hondura con la que interpretaba la santiagueñidad. En una de sus obras, llamada “La ciudadela necrófila y las pesaditas de Carbonel”, cuenta cómo es la relación del santiagueño con las enfermedades y la mismísima muerte.
Le saca, con sus relatos hilarantes, solemnidad a ambos hechos, asumiéndolos como parte de la realidad con la que sólo una forma de ser como la nuestra puede interpretar.
Otro zoco para degustar es el de Bertolt Brecht, en obvia alusión a “Ahora vienen por mí, pero es demasiado tarde”, del escritor alemán en la que hace referencia al antisemitismo. Pero Jorge, en una vuelta de tuerca magnífica, desdramatiza la poesía de Brecht, hablando de hechos cotidianos tales como: “Primero se llevaron a los que habían llevado bocaditos en Bonafide pero yo nunca me preocupé porque nunca he robado un bocadito en Bonafide”, o “Después se llevaron a los políticos corruptos pero yo no me preocupé porque ni siquiera sé qué es eso”, hasta que termina con un apoteótico: “Es tarde ya, están golpeando mi puerta. Yo la abro despacito y con mi mano derecha hago un ademán en mi cogote y les digo: zoco de la Buri Buri, pan con suri, medias nuri, comida de Atterbury y buchi con sal”.
Esa era la gracia de Jorge Rosenberg, parecía prosaico pero era absolutamente profundo, tan profundo como el rastro ético y estético que dejó su pluma.
Recomendable leerlo, hace bien al alma santiagueña y de cualquiera que se conecte con la sencillez desde un lenguaje coloquial que lleva a los meandros afectivos.
Por eso ponderamos su legado literario, que se esmeró en dejar como una herencia imborrable, en letras tan perennes como los recuerdos que recreaba.
Jorge Rosenberg, un estilo que cuenta un Santiago del Estero que nunca se irá, porque es parte de nuestro patrimonio cultural, ese que es nuestra mejor carta de presentación.
¡Gracias Jorge!