Cada nuevo proceso electoral, cada giro en la administración, parece reflejar una sociedad fragmentada, polarizada y, a veces, desconectada de sus propios valores y principios.
En medio de estas tensiones, surge una pregunta inquietante: ¿Es posible que la sociedad argentina necesite un apoyo psicológico colectivo para comprender y discernir entre lo bueno y lo malo, lo justo y lo perjudicial?
La política en Argentina, especialmente en tiempos recientes, se caracteriza por una polarización extrema que divide a la sociedad en dos bloques irreconciliables.
En un contexto donde las ideologías se ven magnificadas, muchos parecen perder la capacidad de evaluar de manera objetiva las acciones de sus líderes y las implicancias de sus decisiones.
Esta fragmentación se ve reflejada en el culto a ciertos personajes históricos y en la defensa intransigente de figuras políticas cuyo comportamiento parece contradictorio, si no peligroso.
Un fenómeno particular de la política argentina es la fascinación por la necrofilia histórica, donde se veneran figuras hasta elevarlos a los altares como semidioses.
Ejemplo de todo ello es la exaltación de Juan Domingo Perón y Eva Perón, aun habiendo pasado varias décadas desde su fallecimiento, aun cuando sus palabras y acciones estuvieron signados por otros tiempos, por otros contextos, por otras realidades, y aunque indiscutiblemente jugaron un rol fundamental en la historia del país, su recuerdo no está exento de controversia.
Perón, un líder que supo generar tanto amor como odio, es admirado por una parte significativa de la sociedad, a pesar de las contradicciones que su figura representa. El peronismo, que nació con ideales de justicia social y bienestar, a menudo se ve empañado por la historia de autoritarismo, corrupción y manipulación política que lo acompaña.
A su vez, la veneración hacia Perón y Evita, en ocasiones, parece tomar un cariz religioso, como si se tratara de figuras inmaculadas, más allá de las críticas legítimas sobre sus legados políticos y económicos.
Por otro lado, ya más reciente en el tiempo lo tenemos a “Él”, sí como le encanta decir a su viuda, la figura de Néstor Kirchner, aunque fallecido, sigue siendo un ícono del kirchnerismo.
A pesar de las múltiples acusaciones de corrupción que han surgido en su gobierno, y más aún en el de su esposa, Cristina Fernández de Kirchner, su figura sigue siendo venerada.
Muchos defienden su legado argumentando que sus políticas impulsaron un período de crecimiento económico y bienestar social. Sin embargo, es difícil ignorar las denuncias de enriquecimiento ilícito y la acumulación de poder que marcaron su gestión.
Lo que es curioso y preocupante es que gran parte de la sociedad parece dispuesta a pasar por alto las inconsistencias y las sombras de los personajes políticos que sigue abrazando una imagen casi mítica e inmaculada, como si su fallecimiento o su ideología los eximiera de cualquier tipo de crítica.
En una sociedad donde la política es un campo de batalla emocional, se da la paradoja de que muchos votantes parecen elegir, una y otra vez, a figuras políticas que han sido acusadas o condenadas por corrupción.
En este sentido, Cristina Fernández de Kirchner, es un claro ejemplo. A pesar de los casos judiciales que la han vinculado a la malversación de fondos y otras irregularidades, llegando a ser condenada por administración fraudulenta e inhabilitada por ejercer cargos públicos de manera absoluta, sigue siendo una figura central del poder político argentino, con un importante sector de la población que la sigue fervorosamente.
Este fenómeno plantea una cuestión que va más allá de las preferencias políticas: ¿por qué una parte significativa de la población defiende de manera tan vehemente a personajes que están bajo la lupa de la justicia?
La respuesta podría encontrarse en una mezcla de lealtad ideológica, manipulación mediática y una desconexión entre el juicio moral y el comportamiento político.
En muchos casos, la defensa de figuras como Cristina Kirchner se basa en una narrativa de victimización, donde se presenta a los líderes como mártires de un sistema judicial y mediático corrupto, lo que genera una especie de blindaje que bloquea cualquier tipo de crítica objetiva.
Pero este fenómeno no se limita solo al kirchnerismo. La política argentina ha visto a lo largo de su historia la aparición de figuras cuyos antecedentes no siempre son los más ejemplares, pero que, sin embargo, logran conectar con amplios sectores del electorado.
El caso de "Pitu" Salvatierra, un individuo con antecedentes penales por robo de bancos que, ahora resulta ser candidato a legislador porteño y que pregona sus ideas como panelista del canal C5N, ilustra cómo la narrativa política en Argentina puede distorsionar la percepción de lo que es correcto y lo que no lo es.
La gente, en su afán de cambiar la situación política y económica del país, se ve tentada a elegir a figuras que representan lo opuesto a la tradición política, sin analizar a fondo sus antecedentes.
Y aquí debemos comenzar a desandar una idea, en orden a considerar una de las características más notorias de la política argentina en tiempos recientes, la aparición de líderes que, lejos de promover el diálogo y la unidad, se caracterizan por sus constantes ataques a la oposición y a quienes piensan diferente.
El actual presidente de la Nación, ha sido uno de los protagonistas de este fenómeno, sino el más revulsivo, con un estilo de comunicación que frecuentemente recurre a insultos, descalificaciones y destratos. Su manera de dirigirse a los opositores es una muestra clara de la degradación del discurso político, donde la diplomacia y el respeto han quedado en un segundo plano.
Lo preocupante no es solo la figura del presidente en sí, sino cómo la sociedad ha respondido a este comportamiento.
En lugar de demandar respeto y responsabilidad en el ejercicio del poder, muchos argentinos parecen aceptar, e incluso celebrar, este estilo de confrontación.
Este tipo de actitudes no solo deteriora la calidad del debate político, sino que también crea un clima de polarización y enfrentamiento constante, lo que dificulta la construcción de consensos necesarios para la gobernabilidad.
La pregunta que surge irremediablemente, al observar estos comportamientos y actitudes, es si Argentina no se encuentra ante una especie de "esquizofrenia política" colectiva.
La fascinación por figuras políticas corruptas, la disposición a justificar lo injustificable, la falta de discernimiento entre lo correcto y lo incorrecto, parecen indicar que existe una desconexión profunda entre la realidad y la percepción social.
Si bien la política siempre ha sido un espacio de pasiones intensas, lo que parece caracterizar a la Argentina actual es una suerte de irracionalidad colectiva, una incapacidad para tomar decisiones basadas en principios éticos sólidos.
La sociedad argentina necesita, quizás, un proceso de reflexión colectiva, un momento para confrontar sus propios traumas históricos y políticos, y entender por qué sigue eligiendo a figuras que perpetúan una narrativa de impunidad y enfrentamiento en todo caso hagámosle caso a Mark Twain cuando sostenía, sin una cuota de vergüenza, que “vamos a plantearnos que estamos todos locos, eso explicaría como somos y resolvería muchos misterios”.
Por Julio César Coronel.