En una cultura que erotiza todo, la infancia pierde su tiempo propio. Entre redes sociales, pantallas y modelos de belleza adultizados, niñas y niños crecen bajo una mirada que los empuja a “parecer grandes” antes de comprender quiénes son.
En una plaza de barrio, una niña de ocho años posa frente al celular de su madre. Lleva brillo en los labios, un top corto, una minifalda con lentejuelas. La madre le pide que sonría “como las chicas de TikTok”. Al terminar, sube el video a sus redes con un hashtag que mezcla ternura y sensualidad: #MiniDiva.
Lo que parece un gesto inocente, una niña jugando a ser grande, encierra uno de los fenómenos más preocupantes de la cultura actual: la hipersexualización de la infancia. Un proceso sutil, pero profundo, que adelanta la vida de niñas y niños hacia códigos y conductas adultas, borrando los límites entre la niñez y la adolescencia.
Desde la literatura hasta el marketing actual, la infancia femenina fue moldeada bajo una mirada adultocéntrica y sexualizada. La hipersexualización implica exponer a los niños a contenidos o actitudes sexuales antes de tiempo, atribuyéndoles deseos adultos que no pueden comprender ni manejar.
Esa exposición no solo se da en la publicidad o los concursos de belleza, sino también en el entorno digital, donde las redes sociales invitan a “parecer grandes” como sinónimo de éxito o aceptación.
El fenómeno no distingue clases sociales. Está en los catálogos de ropa infantil con niñas maquilladas, en los filtros de belleza de Instagram, en los videos virales de preadolescentes bailando de forma sensual, en los programas televisivos.
REDES SOCIALES: EL CUERPO COMO MERCANCÍA
El cuerpo infantil se transforma en un producto social cuando deja de ser una construcción subjetiva para convertirse en objeto de consumo. A través de la ropa, los juguetes, los concursos de belleza o las redes sociales, se transmiten modelos de feminidad y masculinidad que anticipan etapas del desarrollo y borran los límites entre el mundo infantil y el adulto.
Esa “adultización” no solo modifica la manera en que los niños se ven a sí mismos, sino también cómo son mirados. La mirada del otro, mediada por la cultura, introduce la idea de que el valor personal depende de la apariencia y del atractivo físico. Así, el cuerpo deja de ser espacio de juego o de descubrimiento y pasa a ser escenario de validación externa.

Las plataformas digitales producen una estética de adultez temprana.
La hipersexualización afecta la construcción de la identidad: las niñas comienzan a verse desde la mirada del otro, no desde su propia experiencia corporal. Dejan de jugar y empiezan a performar un ideal de belleza y seducción que no entienden.
Ese ideal se sostiene en imágenes repetidas: modelos jóvenes, influencers de cuerpo perfecto, personajes infantiles que hablan como adultas. La exposición puede parecer trivial, videos de bailes, maquillajes o “retos”, pero se traduce en una huella digital permanente.
Lo que se agrava por la falta de supervisión adulta en entornos digitales. Muchos menores navegan sin acompañamiento, expuestos a contenidos y mensajes que reproducen estereotipos y sexualización. En plataformas como TikTok o Instagram, los algoritmos premian la exposición y los niños crecen midiendo su valor en likes. La búsqueda de validación online acelera la madurez emocional y transforma la relación con el propio cuerpo: se aprende a mostrarse, no a conocerse.
Esta cultura de la exposición precoz refuerza la noción de “infancia como espectáculo”. Lo que se comparte en redes deja de ser una muestra de orgullo familiar para transformarse en una estrategia de autopromoción donde los niños se presentan como versiones miniaturizadas de adultos deseables.
En Argentina, el fenómeno se multiplica con la expansión de la conectividad y la falta de regulación específica. Las familias están sobreexpuestas a un modelo de crianza mediada por pantallas y mercado. En barrios periféricos o contextos de vulnerabilidad, donde los adultos pasan gran parte del día trabajando, los dispositivos electrónicos reemplazan a la presencia de estos. La pantalla educa, entretiene y también impone modelos.
CONSECUENCIAS INVISIBLES
Las secuelas psicológicas son silenciosas pero persistentes. Diversos estudios advierten de las consecuencias negativas que puede tener la hipersexualización infantil en su desarrollo cognitivo, psicológico y social. Se ha demostrado que la exposición a imágenes sexualizadas disminuye las habilidades cognitivas de los menores y fomenta su auto-cosificación y su pérdida de autoestima (Barzoki et al., 2017).
También se ha probado que la auto-sexualización entre las adolescentes y pre-adolescentes (que interiorizan la creencia de que es importante ser sexualmente atractiva) disminuye sus resultados académicos y su motivación para conseguirlos (McKenney & Bigler, 2016).
Niñas que internalizan estos modelos suelen desarrollar una relación conflictiva con su cuerpo, marcada por la autoexigencia, la ansiedad y la búsqueda de aceptación. Esto puede derivar en trastornos de ansiedad, baja autoestima, depresión, trastornos alimentarios o dificultades para establecer vínculos sanos.
La erotización precoz genera un desplazamiento simbólico: la infancia pierde su carácter de etapa formativa y se convierte en una fase de consumo emocional y visual. En ese proceso, la identidad infantil se fragmenta entre lo que el entorno espera y lo que el niño o niña realmente siente.
A largo plazo, estos mandatos pueden contribuir a la naturalización de violencias simbólicas y a la cosificación de los cuerpos femeninos desde edades tempranas. El mensaje que se instala es que el valor personal está asociado al deseo que despiertan, un esquema que refuerza las desigualdades de género y legitima prácticas de control y dominación.
La hipersexualización es el síntoma de una cultura que no tolera la espera. Los algoritmos premian lo instantáneo; la publicidad vende juventud eterna; los adultos proyectan en los hijos sus frustraciones o fantasías.

En ese contexto, la infancia se convierte en un producto: algo que se modela, se exhibe, se monetiza. Vivir en una sociedad que erotiza todo, cuando eso llega a la infancia, se convierte en una forma de abuso simbólico: se les roba la posibilidad de crecer en libertad.
RESPONSABILIDAD COLECTIVA
No se trata solo de culpar a los padres o a las redes. La hipersexualización es un fenómeno social y estructural. Implica revisar qué modelos de éxito, belleza y deseo consumimos los adultos; cómo los reproducimos; qué imágenes compartimos.
Requiere políticas públicas, educación mediática y una mirada crítica sobre el contenido que circula en plataformas dirigidas a niños.
La Convención sobre los Derechos del Niño, a la que Argentina adhiere, garantiza la protección frente a toda forma de explotación o abuso. Sin embargo, la legislación actual enfrenta desafíos para adaptarse a los nuevos escenarios digitales.
La sexualización mediada por pantallas, sin contacto físico, pero con igual impacto emocional, no siempre encuentra encuadre claro en el Código Penal. Los delitos vinculados al grooming o a la difusión de material sexual infantil están tipificados, pero quedan áreas grises en torno a las prácticas que erotizan o exponen sin que haya un abuso directo.
La hipersexualización de las infancias no se resuelve con censura, sino con educación crítica y reflexión social. Es necesario reconocer que cada gesto, una publicidad, una elección estética, una práctica en redes, contribuye a construir imaginarios sobre lo que significa ser niño o niña.
Recuperar la infancia como espacio de libertad implica restituir su tiempo propio: el del juego, la exploración y la imaginación sin exigencias de apariencia ni seducción.
En una época donde las imágenes valen más que las palabras, resistir la hipersexualización es una forma de devolver a las infancias su derecho a ser miradas sin deseo, sin juicio, sin etiquetas. Es permitir que crezcan sin que su cuerpo sea el escenario de una batalla cultural que no les pertenece.