22 de octubre, 2024
Colaboración

La lealtad dentro de los cánones político partidarios es un valor que puede ser tanto un pilar de estabilidad como una herramienta de manipulación.

Históricamente vemos cómo la lealtad ha jugado un papel crucial en la formación de alianzas, la consolidación de poder y la construcción de movimientos sociales.

Pero nadie puede dudar que siempre la misma se halla envuelta dentro de las ambivalencias propias del devenir humano y mucho más en los enjuagues palaciegos.

En el contexto de la gobernanza, la lealtad puede ser vista como un elemento esencial para la cohesión dentro de los partidos políticos y las instituciones.

Hay que comprender que la fidelidad a una causa, un líder o una ideología debería terminar de unir a quienes participan dentro de un ideario partidario y con ello facilitar la toma de decisiones.

Obviamente, también hemos descubierto que este tipo de lealtades que debieran ser inquebrantables se desdibujan al paso del tiempo, pero esencialmente por disputas de poder; la ambición y la osadía son dos cuestiones que conspiran contra la lealtad.

Además, se suma un nuevo postulado, creyendo que la lealtad es ciega, no se discute y, por tanto, se cierra toda posibilidad de crítica constructiva y de debate interno, lo que a la postre deriva en una falta de innovación y en la perpetuación de errores.

Lealtad no significa sumisión, por el contrario, la lealtad debe cimentarse a través de la prudencia y la razonabilidad. Exigir lealtad absoluta convierte a los partidos y a sus líderes en mascaradas presuntamente democráticas y en ejemplos vivos del culto a la personalidad, lo que socava la democracia misma. Decía Perón que el líder debía “persuadir”.

Y a ello debemos considerar que, por influjo de una equívoca concepción de lo que es la “lealtad”, en ese cerrar el debate interno y no admitir la crítica constructiva, muchos terminan tomando decisiones que van en contra del interés público o toleran y no denuncian los hechos de corrupción, o son más participes por acción u omisión del abuso de poder.

Y es sabido que, cuando la lealtad se antepone a la responsabilidad, el resultado no es otro que un flagrante deterioro de la confianza pública en las personas y en las instituciones.

La lealtad no puede encubrir ni la falta de preparación, ni la irresponsabilidad, ni la delincuencia. Permanecer leales a un líder no es un cheque en blanco.

En democracias robustas, la lealtad cívica se traduce en un compromiso activo con el sistema político: votar, participar públicamente, defender los derechos, son todas acciones propias de una sociedad sana desde los valores y principios.

Sin embargo, esta lealtad puede verse amenazada en contextos de desconfianza generalizada hacia el sistema, cuando los ciudadanos perciben que sus voces no son escuchadas, o cuando quienes supuestamente deberían representarlos y escucharlos hacen oídos sordos y solo buscan su posicionamiento personal desde tarimas de soberbia y egocentrismo.

Y si hablamos de lealtad, debemos encauzar nuestra mirada al peronismo, porque como concepto la lealtad peronista ostenta una centralidad única dentro de la política argentina que hace a la propia historia e identidad del justicialismo.

Esta lealtad se manifiesta como un fuerte sentido de pertenencia y compromiso hacia el movimiento, a sus líderes Perón y Evita y a los ideales que ellos representan, la justicia social, la soberanía política y la independencia económica.

Hablar de peronismo es hablar de la lealtad a la causa, lo cual implica un profundo compromiso con la equidad social y el bienestar del pueblo, es decir, justicia y dignidad.

Pero también se da un claro ejemplo de fascinación por la figura histórica de Juan Domingo Perón.

Su liderazgo carismático ha generado una lealtad casi mística entre sus seguidores, quienes a menudo ven en él un símbolo de la lucha por los derechos del pueblo.

Esta lealtad se ha mantenido incluso después de su muerte.

Perón consideraba la lealtad como una virtud esencial para el éxito del movimiento, enfatizando que la lealtad debía ser recíproca: no solo los militantes debían ser leales al líder, sino que también el líder debía ser leal al pueblo y a sus promesas.

Para Perón, la lealtad era fundamental para la cohesión del movimiento y para enfrentar adversidades políticas creía que un movimiento fuerte y unido podía resistir cualquier oposición y llevar adelante la transformación social.  

Y contrapuesto a todo este desarrollo intelectivo hoy día tenemos a Cristina Fernández de Kirchner, postulándose para presidir el Partido Justicialista.

Llama la atención esa actitud porque fue ella quien manifestó que, en 1973, al momento de votar, no lo hizo por la fórmula Perón-Perón -que llevaba el Partido Justicialista- sino por la boleta del Frente de Izquierda Popular del colorado Jorge Abelardo Ramos.

Además, es curioso porque mientras ella fue presidente, todo símbolo peronista, incluyendo la marcha y las fotos de Perón y Evita, parecían estar ocultas en un sótano.

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No sería casualmente Cristina el paradigma de la lealtad y no es ella quien puede reclamar lealtad.

 

Desde su irrupción como dirigente nacional el peronismo sufrió un verdadero cisma, connotados gobernadores abjuraron de su presidencia y de sus decisiones: Urtubey en Salta, De la Sota y Schiaretti en Córdoba, pero también otros líderes peronistas como Busti, Puerta, Rodríguez Saá, o de su gobierno se han ido pegando un portazo Randazzo o Massa en su oportunidad y convirtiéndose este último en un aliado, pero no en un seguidor leal.

 

Ahora vemos cómo muchos jerarcas sindicales, intendentes y gobernadores descreen del liderazgo de Cristina, que tiene un prontuario de malas decisiones políticas. Fue ella quien eligió a Scioli como candidato a presidente y perdió con Macri. Fue ella quien eligió a Aníbal Fernández como candidato a gobernador de Buenos Aires y perdió con María Eugenia Vidal. Fue ella la responsable de elegir al condenado vicepresidente Amado Boudou. Y fue ella la única responsable de empoderar como presidente a Alberto Fernández.

 

Con semejantes antecedentes será posible que ella se erija como la supuesta líder del peronismo para enfrentar el desafío de un gobierno que sale de cualquier esquema tradicional y que, poco a poco, va destapando hechos de corrupción o el despilfarro de los fondos públicos. A ello debemos agregar que es muy probable que, en el próximo mes, se confirme por parte de la Cámara Federal de Casación Penal la primera condena que recibió y por corrupción.

 

Aunque no todo es fácil para ella, ya no solo es el peronismo que adscribe a Juntos por el Cambio, como el que representa Picheto, quien no la admite como líder, sino que hay gobernadores, como Jaldo en Tucumán o Jalil en Catamarca, que tienen su agenda propia y hasta un enfervorizado kirchnerista hasta hace poco tiempo, como el riojano Ricardo Quintela, se le atreve y confirma su candidatura a disputarle la presidencia del justicialismo nacional.

 

Según ella “el peronismo se torció y se desordenó”, y por ello, ella está dispuesta “una vez más, a aceptar el desafío de debatir en unidad. Acá no sobra nadie”.

 

Que sucederá es difícil de saber porque en la política hay mucho entrecruzamiento, donde las negociaciones están a la orden del día, cargos, poder, visibilidad, traiciones y lealtades todo se suma, todo tiene su precio y todo termina siendo una prenda de negociación.

 

Lo que a simple vista sería un oxímoron es ver a Cristina como presidente del Partido Justicialista, cuando ella por sus dichos y sus acciones, claramente no es peronista, solo una manipuladora de un sello para poder conseguir sus objetivos, que se resumen en no perder poder y seguir digitando la política a su antojo, sin tener un ápice de autocrítica y mostrando una enorme ceguera intelectiva.

 

La lealtad peronista es un valor ambivalente y en el caso de Cristina un valor con el que no comulga.

 

Julio César Coronel

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