Las siguientes son observaciones, probablemente necesarias sobre la muerte de Diana y su relación con la prensa. Sobre todo, esa prensa que se da en llamar amarilla. Esa prensa que hace hincapié en los escándalos, cuanto más privados mejor. Historias de alcoba y entuertos negativos en los que el periodismo pone acento con grandes titulares y fotos de esas que, como decía don Héctor Ricardo García (fundador de Crónica), lo dicen todo.
Si es por tal definición, y por el requerimiento popular, en un tiempo en que, por obra y gracia de las redes sociales, el público pasó de ser un actor pasivo de las noticias a ser un activo opinante, estamos todos inmersos en un mundo color pajizo.
Ávido desde siempre de los secretos de recámara el público ha estado. Aunque no sea políticamente correcto admitirlo.
Si los protagonistas de tales historias recónditas eran o son personajes de alta alcurnia, el cotilleo se torna más sabroso.
Diana y su muerte dieron lugar a una serie de conjeturas, desde un atentado craneado por la mismísima corona británica contra la frágil rubia del pueblo, hasta el estado etílico del chofer en aquel puente, en esa noche luctuosa.
Pero nunca se dejó de culpar al asedio de la prensa de, al menos, circundar tamaño accidente. Accidente al que muchos llamaron “asesinato”, por parte del cuarto poder.
La crónica dio un paso crucial en aquel incidente, ya que la relevancia de la “princesa del pueblo” le daba a su muerte y, sobre todo, a la forma de la misma, una forma casi icónica, puesto que se erigía en el ejemplo de lo que “la prensa no debe hacer” (ja).
Ese “ja” viene a cuento de que la mala noticia, para todos los que adjudican al periodismo la autoría de todos los males del mundo, están en total desacierto. Viene pues a cuento y muy justo ese dicho que asegura que “no hay que echarle la culpa al cartero”, al menos no siempre.
Ocurre que todos los periodistas somos un poco el “Miguel Strogoff” de la vida de alguien, nuestro correo del zar lleva todo tipo de noticias y, como se sabe, no siempre son las buenas las que ocupan los titulares ni las primeras planas.
Muchos periodistas capitalinos, por caso, aseguran que la principal fuente de noticias de la que abrevaba, es la “filtración” de los propios protagonistas de los hechos que llaman la atención de multitudes. ¿Por qué? Porque el que protagoniza un titular, para bien o para mal, disfruta de ese hecho. Es un brote adrenalínico, que ubica a las estrellas en un éxtasis de protagonismo.
Volviendo a la muerte de Lady Di
La princesa Diana murió en una huida de los paparazzi en el Túnel del Alma en París, Francia, un 31 de agosto de 1997.
La historia dice que el sopor al que la sometía el cuarto poder la llevó a la muerte. Pero hasta las series biográficas que tanto están de moda y que la homenajean de modo apologético, admiten el uso que la princesa del pueblo hizo del periodismo para sus intereses personalísimos.
Todos saben que el amor por Carlos de Inglaterra, no fue un sentimiento correspondido.
La princesa pues, buscó las mil y una formas de sortear el obstáculo que era la presencia firme de Camila (amante en ese entonces y actual esposa del ahora rey).
Todos recuerdan el deslumbrante vestido negro de Diana, mostrando sus largas piernas, en una primera muestra de presencia y desafío, como pretendiendo llamar la atención de quien, lamentablemente no la había amado nunca.
De allí en adelante, la no tan remilgada Diana se dio cuenta de que su potencial estaba en aliarse a la prensa británica (que tiene un reducto amarillo importante) y hacer uso de dicha alianza para enviar mensajes necesarios para ella y sabrosos de paso para el gran público.
Muchos recordarán la famosa foto de Diana con Dodi Al Fayed, en un barco, casi suspendida en el aire. Esta foto fue sincronizada con un fotógrafo amigo al que ella llamó para hacer coincidir la lente lejana, con su planificada pose. Ocurre que la princesa buscaba su camino en la vida.
Es tarde ya para ciertas observaciones, pero desde el principio sabía que Carlos tenía otra mujer y se casó igual, las crónicas dan cuenta de que ella buscaba con la mirada a su rival en la iglesia, el día de su casamiento. Sabía que la corona no la quería y siguió adelante y es por eso que es poco creíble su rol de sempiterna víctima.
Tiempo después de separarse de Carlos llegó el amor de manos de un cardiocirujano indio que admitió no poder estar a la altura de las circunstancias de exposición de la Spencer y la dejó. Segunda gran decepción. Y había que hacer algo llamativo y pronto: y partió a Angola, a caminar sobre minas antipersonales en una mezcla de desafío y afán protagónico. Aquí, un sector dirá que esta crítica es despiadada, no, pretende poner blanco sobre negro. Diana tenía un costado demagógico muy marcado.
Post decepción del médico indio, ella emprendió aquella relación con el heredero egipcio Dodi Al Fayed, y pasaba datos a sus amigos de la prensa para su beneficio, que a esa altura de su vida era mostrarse a despecho del elusivo médico.
Y aquí me pongo corporativista con mi profesión. Hasta el mismo hermano de Diana se quejó de la prensa y la acusó de su muerte, casi como un "asesinato", cuando la relación entre la melancólica princesa y los fotógrafos y periodistas fue siempre de una necesaria complicidad que beneficiaba a ambas partes. Ella porque lograba las mejores portadas para pretendidos resultados personales, los paparazzi porque recibían fortunas por las imágenes de la longa rubia.
Era oportuno recordar que somos todos erráticos, que todos tenemos claroscuros y aún la mismísima princesa del pueblo tenía sus zonas grises y que no la mató la prensa, ni directa ni indirectamente.
En todo caso hoy todos nos hemos vuelto caníbales verbales y nos fagocitamos con palabras, no por obra exclusiva del cuarto poder. Ni ahora ni nunca.