Aquella tarde volvía de tribunales por calle Lavalle. Me detuve por un trámite breve en las oficinas de Sadaic y, al salir, mi teléfono vibró por la llamada de un amigo que se encontraba cerca del lugar, invitándome con una copa.
Me ubiqué en la primera cafetería que encontré, sin advertir que se trataba del legendario “Bar Jama” –creo que así lo llamaban, cuando aún existía- ese lugar tan especial, preferido y convocante de los artistas y poetas de todo el universo.
Mientras acortaba la espera, alguien ingresó al local, con paso lento y cansino. Auscultó el lugar por un instante y se dirigió como un autómata, hacia una mesa ubicada en el lateral derecho del salón, a pocos metros de donde me encontraba. Sin que dijera nada, uno de los mozos le arrimó una taza de café, gesto que fue agradecido con un solo movimiento de cabeza. Lo miré, porque me llamó la atención, su pulso tembloroso y su mirada como extraviada, estática, descifrando el incesante movimiento que se advertía tras del ventanal que miraba la calle.
Mis ojos provincianos, intuyeron de inmediato que estaba al frente de un personaje archiconocido, al que mi memoria no terminaba de corroborar. En ese momento llegó mi amigo y tras los efusivos abrazos, cargados de tantas ausencias lejanas, comenzaron las evocaciones de siempre, nombrando las nostalgias, los amigos, los amores y los otros temas, que como siempre terminan en la arena política.
“Bebes tus nostalgias en el sordo cafetín…”
Al caer la tarde nos despedimos, y antes de retirarnos, mi curiosidad, que estuvo siempre presente, pudo más, por lo que decidí interrogar al encargado del local sobre la identidad de ese señor que estuvo solo, por varias horas en la mesa de la esquina del bar.
Pero… claro que lo conocía, me dije, mientras caminaba de vuelta a casa y trataba de recordar en qué lugar de mi biblioteca se encontraba la Historia del Tango en Paris, para que me comentara algo de don Enrique Domingo Cadícamo, la síntesis de un pedazo grande de Buenos Aires, que andaba deambulando todavía por las calles de su inagotable inspiración.
Era la primavera de 1995 y sacando cuentas advertí que ya había cumplido 95 años, por lo que de inmediato comprendí la razón que motivó mi atención sobre esa figura de antología, que apenas se desplazaba en la soledad de esa gran ciudad.
Al verlo, no pude evitar sentir una profunda tristeza, mezclada con una rara alegría. Me emocionó el haber conocido en persona, a una gloria viviente de nuestra cultura popular y, al mismo tiempo, me abatí al comprobar lo que hacen los años en su transcurso exagerado.
A los pocos días me encontré, con Litto Nebbia, a quien comenté entusiasmado la grata sorpresa que había experimentado, de pura casualidad, el haber descubierto esa figura insigne y emblemática a la que desde niño conocí a través de los relatos de mi padre.
-Estás de suerte –me dijo- en este momento estoy grabando una serie de tangos inéditos del maestro, con su participación, la de varios amigos y en especial con Adriana Varela. Si vas por Melopea y te llevas los discos.
“Quisiera ser muchacho, volver a lo que era, tener la misma pinta”
Don Enrique tuvo en mi memoria aires de pantalones cortos, de música de radio, de fotografías viejas en blanco y negro, del noticiero “Sucesos Argentinos” en los intervalos de la matinée de la siesta los días domingos, las reminiscencias de mi padre tarareando: “Adiós chantecler”, “Al mundo le falta un tornillo”, “Garúa”, “Los mareados” y tantas otras composiciones, escuchadas hasta el hartazgo durante toda mi infancia.
No lo había reconocido, en principio, porque siempre conservé en mi memoria la clásica imagen de la foto tomada para el álbum, la comercial, la vendible, la de los años mozos que parecen perpetuarse para siempre, sin que nos demos cuenta, que los años pasan, como lo hace la vida. Por eso entiendo tanto a Homero Espósito cuando dice que: “Vivir es cambiar / en cualquier foto vieja lo verás”.
Y nunca me imaginé que llegaría a ver de cerca un verdadero mito viviente, todavía produciendo, pero por la sola costumbre de estar vivo. “Cadicamo parece ir a contramano de los años. Muchacho eterno –decía León Benaros- Conserva incólume su cabellera… con cierta abundancia a la moda juvenil… Usa corbatas claras –alguna vez le vimos una, de cierto color amarillo sutil- y sus sacos deportivos le agregan juventud. Quiere olvidarse del tiempo, porque sabe que el tiempo, ‘oscuro enemigo que nos roe la sangre’, según Baudelaire, se alimenta de nuestras ilusiones, de nuestra vida” (E. Cadicamo publicado en Revista Tanguera No. 29).
Pero esa descripción no era la misma de lo que conocí esa tarde. Tenía el pelo demasiado largo, como frágiles hebras de algodón dispuestas al arbitrio del viento, de tonos desprolijos, como un signo de abandono o despropósito, llevaba una camisa que alguna vez tuvo que ser blanca, endeble, enlazada a una corbata que fue moda en otro tiempo, en donde el juego de colores alertaba la irrupción de un “secentismo” impregnado de tonos europeos.
Su rostro entristecido, surcado por las huellas infinitas de tantas vivencias, se reflejaban en un saco “de modé”, con cuadros vivos, que muy lejos estaba de conjugar tonalidades, como otrora era su costumbre.
¿Por qué esa triste y pobre imagen? Me pregunté con insistencia. Tantas obras grabadas por los más caros valores del tango, incluido Carlos Gardel, tanta producción registrada. Tantos derechos de autor, como contratos por presentaciones, premios, distinciones y otros ingresos, no se ajustaban a la realidad de esa figura tan deteriorada en una persona tan importante.
Sin dudas, su prolífera creación (más de mil doscientas obras) fue en parte la síntesis de una bohemia sin par, que tuvo el envidiado privilegio de ver pasar la historia: “Como un dilema” y “Anclaó en Paris”, recogiendo experiencias como, “Ave de paso”, seguramente evocando tantas vivencias de, “Aquellas farras” que pasaron tal vez, “Barajando recuerdos", por “Brumas”, “Cabaret”, “En la buena y en la mala”, durante “Cien años” “Como un sueño”, o como una “Estrella fugaz”, sin que se encuentre cerca a “El que atrasó el reloj” por “La calle sin sueño”, “Cortando camino”, muy cerca de “La casita de mis viejos” donde siempre habrá un “Cantor de buenos aires” entonando “Pa´ que bailen los muchachos”, “Igual que una sombra”, poblado de repetidas “Nostalgias”, de un interminable “Orgullo tanguero”, evocando “Viejas alegrías”, cuando “Yo tan solo veinte años tenía”.-
“Me siento triste y viejo… la vida es un reloj”
Perteneció a un privilegiado y escaso grupo que vivió durante todo un siglo, con tiempo suficiente para lograr realizar todas las cosas posibles, pero prefirió que su destino fuese solo uno, encaminado a ofrendarle tributos al Buenos Aires de todos las épocas: “Pudo ser un poeta destacado de la generación del veintidós, como lo prueba una lectura de Canciones grises: (El Pigall ha quedado desierto y bostezando,/ enmudeció la orquesta sus salmos compadrones, / las rameras cansadas se retiran pensando/ en sus lechos helados como sus corazones), pero prefirió -como Manzi- transformarse en letrista, e historiar, recuperar, los aspectos menores de la vida porteña” (Horacio Salas , El Tango,1986).
El manejo del lunfardo está presente a lo largo de toda su obra, cuando rescata imágenes porteñas y vocablos ya olvidados del uso popular: “rastis” (policías), “queco” (prostíbulo), “rofo” (bolsillo interno del forro del saco), “filo mishio o filo mocho” (fajos de dinero falsos que solo el primero es original), “beguen” (amor perverso), como aporte a lo que fue el habla cotidiana en determinados lugares de la “belle epoque” porteña.
Su existencia azarosa, mezclada de esas vivencias contenidas y atesoradas como testigo silencioso de la totalidad de un siglo, y nada menos que del siglo veinte, el de la Argentina ilusionada, pujante, potencia y a la vez desgranada, estafada, y lacerada por sus propios hijos, le posibilitó un conocimiento pleno y perdurable de lo que hoy tenemos como iconos de cultura.
Quizá por ello, se lo aprecie como: “Un poeta incontrastable del arte popular de Buenos Aires que, en el definitivo esdrújulo de su solo apellido, se define sin errores posibles. Una forma de ser hombre de estos lados. La antigua poesía del porteño que –una vez- quiso cruzar el mar, aleteando en los vientos sus alas fantasmales de papel. Porque decir Cadicamo, ya basta”. (Catulo Castillo, prólogo de la Historia del tango en Paris.)
Muchos me contaron que, hasta el final de sus días, se mantuvo lúcido y con ganas de seguir trabajando, pero yo lo volví a ver en otras ocasiones, alguna vez intercambiamos algunas ideas. Y hasta se enteró que uno de mis libros tiene como título, un pedazo de uno de sus tangos: “Como adiós inteligente de los dos” (Por la vuelta, 1938).
Don Enrique, falleció el 3 de diciembre de 1999 en su querida Buenos Aires, por lo que habría cumplido 107 años.
Pero en verdad, cuando lo conocí… era ya otro Cadícamo.