16 de octubre, 2025
Colaboración

Mientras el mundo se debate entre guerras, crisis económicas y nuevas hegemonías globales, un nombre vuelve a colocarse en el centro del tablero internacional: Donald J. Trump.

El presidente de los Estados Unidos ha comenzado a desplegar una estrategia geopolítica ambiciosa y disruptiva, con ribetes más de doctrina que de lógica política.

Pero lo que más llama la atención desde el sur del continente es que, en un mapa latinoamericano ampliamente indiferente o directamente hostil a su figura, Trump haya elegido a Javier Milei y a la Argentina como socios estratégicos en su cruzada por redefinir el equilibrio mundial.

Trump y Milei se abrazaron en persona en varias oportunidades, desde la reunión ultraconservadora CPAC (Conservative Political Action Conference) en Washington, donde dicho gesto no fue solo simbólico sino de apoyo explícito.

Ahora, ese apretón de manos y los eufóricos mensajes de uno a otro,  en medio de tensiones económicas en Argentina, y con un gobierno que navega ajustes fiscales severos, el respaldo de Trump se tradujo también en apoyos concretos desde el sistema financiero internacional alineado a intereses estadounidenses, incluyendo contactos con fondos de inversión y, el aval para que el Tesoro estadounidense interceda ante el FMI, pero también con hechos tangibles, como la compra de pesos de la semana pasada, donde la irrupción americana le puso un freno al dólar y movilizo gratamente al mercado.

¿Por qué este gesto hacia Argentina y no hacia otros países latinoamericanos? Porque, aunque en apariencia pueda parecer aislado, Milei encarna la única propuesta de gobierno en la región que replica abiertamente los postulados trumpistas: desregulación feroz, anticomunismo explícito, antiestatismo radical, nacionalismo económico hacia adentro, pero subordinación a los intereses occidentales hacia afuera.

No hay otro líder en América Latina que abrace con tanto fervor el ideario de "Make America Great Again", aunque adaptado al "Make Argentina Viable Again".

Trump, en este contexto, ha identificado en Milei un eco ideológico y una oportunidad estratégica: plantar una bandera afín en el Cono Sur, una región donde China ha avanzado como actor económico y diplomático sin resistencia significativa.

Uno de los pilares de la estrategia geopolítica de Trump ha sido contener el avance chino, al que no considera solo un rival comercial sino una amenaza civilizatoria y estructural al orden occidental.

América Latina, tradicionalmente zona de influencia estadounidense, ha sido testigo en las últimas décadas de un desembarco silencioso pero masivo de Beijing: inversiones en infraestructura, préstamos blandos, acuerdos energéticos, minería estratégica y, más recientemente, bases tecnológicas.

Argentina no ha sido la excepción. Los vínculos con China se han profundizado desde los gobiernos kirchneristas y se mantuvieron con matices en la gestión de Alberto Fernández.

Incluso la base espacial china en Neuquén y los acuerdos para obras energéticas con financiamiento chino son prueba de un vínculo estratégico de largo plazo.

Milei, sin embargo, ha optado por cortar ese camino, al menos en lo discursivo.

Ha llegado a calificar a China como una “dictadura comunista con la que no quiere saber nada”, aunque luego suavizo sus palabras e incluso utilizó el swap chino.

Esa postura, que lo aísla de casi toda América Latina, le ha valido la simpatía abierta del trumpismo, que ve en esta ruptura una señal de alineamiento que trasciende lo económico.

Desde la lógica de Trump, Argentina podría convertirse en un "modelo" latinoamericano alternativo a la influencia china, y en una pieza clave para reinstaurar la hegemonía estadounidense en la región.

No se trata solo de negocios, sino de una batalla de relatos y valores: libertad de mercado vs planificación estatal, Occidente vs Oriente, repúblicas democráticas vs regímenes autocráticos.

Pero convengamos que el eje latinoamericano, sin embargo, es solo una parte del tablero que Trump está intentando recomponer.

En simultáneo, ha intensificado sus declaraciones e iniciativas en torno a los dos grandes conflictos bélicos del presente: la guerra entre Rusia y Ucrania, y la escalada en Medio Oriente entre Israel y Hamas.

En el caso ucraniano, Trump en campaña ha sugerido que podría "resolver el conflicto en 24 horas" si fuera presidente, una frase que no carece de demagogia pero que encierra una tesis geopolítica clara: Estados Unidos no debe comprometer recursos ilimitados en una guerra que considera ajena a sus intereses estratégicos directos, y ahora -ya siendo presidente- se puso a trabajar en lo que discursivamente fue su ariete internacional para plasmarlo en cuestiones concretas, Putin sabe a qué se arriesga sino cede algo de su imperialismo y Zelensky, de igual modo, debe aceptar ciertas limitaciones si quiere resguardar la soberanía de su país.

La mirada de Trump, aunque cuestionada por sectores pro-OTAN, encarna un nuevo realismo político: privilegiar la paz pragmática sobre la defensa abstracta de valores democráticos, siempre y cuando no se altere la estabilidad global.

Respecto a Israel, su postura ha sido más clara y alineada. Trump ha respaldado abiertamente al gobierno de Netanyahu, en el conflicto actual con Hamas, su discurso vuelve a poner el acento en el derecho israelí a la defensa total, y plantea una retórica de "guerra justa", que se distancia de los intentos diplomáticos de mediación multilateral.

En ambos casos, la narrativa subyacente es la misma: si Estados Unidos no lidera, el caos se impone. Y si lidera, el mundo debe aceptar su decisión. No se trata tanto de imperialismo clásico, sino de una nueva forma de imposición indirecta: la disuasión a través del poder económico, financiero y militar.

No tenemos dudas que estamos ante un nuevo orden mundial made in Trump.

Trump no está solo ensayando una nueva geopolítica, está escribiendo un borrador del nuevo orden mundial que pretende construir desde su presidencia. Y Argentina, de forma sorpresiva para muchos, aparece como una pieza funcional en esa arquitectura.

El respaldo a Milei no es un capricho, sino la apuesta por un aliado leal que, aunque pequeño en peso global, puede ser simbólicamente poderoso en una región clave.

El trumpismo ve en Latinoamérica no un objetivo, sino un campo de contención. Y en ese campo, tener una ficha alineada como Argentina -con Milei al frente- es más valioso que contar con múltiples gobiernos tibios o ambiguos.

Desde una mirada nacional, la oportunidad es ambigua. Por un lado, el alineamiento con Trump puede abrir puertas financieras y de inversión que le den oxígeno a la economía argentina. Por otro, ese mismo alineamiento puede cerrar vínculos con otros actores relevantes del sistema global, como China, Brasil o la Unión Europea.

En definitiva, el juego geopolítico que Trump está comenzando a desplegar combina elementos tradicionales del poder estadounidense con nuevas formas de realineamiento ideológico.

No hay lugar para medias tintas: o se está dentro del nuevo eje o fuera de él. Y Argentina, por primera vez en mucho tiempo, ha decidido estar dentro. El costo -y el beneficio- de esa decisión aún está por verse.

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