El expresidente Alberto Fernández ha sido procesado por el delito de negociaciones incompatibles con la función pública, una figura penal que pone de manifiesto uno de los peores vicios de la política argentina: el uso del poder en beneficio propio o de allegados, en flagrante deslealtad hacia la sociedad que se comprometió a representar.
La causa, conocida mediáticamente como el “caso seguros”, ha arrojado un manto de sospecha sobre la gestión del exmandatario.
El juez Sergio Cassanello a cargo del expediente resolvió que Fernández, en ejercicio de la presidencia, promovió de manera deliberada un esquema de negocios donde su amigo, Héctor Martínez Sosa, un broker de seguros, actuaba como intermediario privilegiado entre organismos del Estado y Nación Seguros, a raíz del decreto firmado por el propio mandatario que obligaba a todas las dependencias estatales a contratar exclusivamente con esa empresa.
Lo que agrava aún más la situación es que María Cantero, la esposa del bróker -el principal beneficiario de la operatoria- se desempeñaba como secretaria personal de Fernández. Una coincidencia difícil de justificar en términos éticos o administrativos, y que ha encendido todas las alarmas en el Poder Judicial y en la opinión pública.
El corazón de la acusación radica en el Decreto 823/2020, firmado por Fernández, que establecía que todos los organismos del Estado debían contratar sus seguros a través de Nación Seguros, una compañía estatal.
Aunque en principio la medida podía justificarse como una búsqueda de eficiencia y centralización de recursos, lo que emergió después fue un oscuro entramado de intermediación que derivó en comisiones millonarias para privados -entre ellos, el citado broker cercano al presidente-, que no aportaban ningún valor agregado y simplemente se quedaban con una parte del negocio gracias a su cercanía con el poder.
El juez federal que entiende en la causa consideró que existieron pruebas suficientes para determinar que el expresidente tuvo “un interés personal, directo o indirecto” en las operaciones que beneficiaron a su entorno, y que esto viola los principios básicos de transparencia, ética pública y responsabilidad institucional.
Este nuevo escándalo vuelve a sacudir los cimientos ya debilitados de la credibilidad política argentina.
La ciudadanía -hace tiempo se encuentra exhausta frente a la corrupción sistémica- observa con indignación cómo otro exmandatario se suma a la lista de funcionarios procesados por delitos vinculados al poder.
Primero fue Amado Boudou, condenado por la apropiación de la imprenta Ciccone Calcográfica. Luego, Cristina Fernández de Kirchner, con múltiples causas judiciales por corrupción en la obra pública y enriquecimiento ilícito, hoy cursando prisión domiciliaria.
Ahora se suma a este ingrato y malsando listado Alberto Fernández. ¿Quién será el próximo? La pregunta resuena con tristeza y escepticismo en una sociedad golpeada por la desilusión.
La figura de las negociaciones incompatibles con la función pública pretende evitar que exista una mezcla de intereses funcionales y personales, que involucren a un funcionario público “contaminando” su actuación, tutelándose el normal y correcto funcionamiento de la administración pública.
No se requiere daño, incluso no se exige comprobar que hubo un beneficio económico por parte del funcionario.
De lo que se trata es de interesarse “privadamente” de algo “público”. El tipo penal nos señala que el funcionario público se “interesa”, así las cosas el verbo típico nos habla de un desdoblamiento de la personalidad del funcionario, tanto como un agente del Estado que debería ser imparcial y desinteresado y, por el otro, como una persona singular; si existiera ese desdoblamiento y el funcionario se interesa por un contrato u operación dentro de su órbita de actuación funcional se desvirtuarían los principios éticos de lealtad y fidelidad que el mismo le debe guardar a la sociedad y al Estado.
Más allá de la letra fría de la ley, lo que se revela en este caso es una profunda carencia de ética en el ejercicio del poder.
Un presidente tiene como principal deber servir al pueblo, no a sus amigos.
Usar el sillón de Rivadavia para direccionar negocios hacia un conocido -y encima emplear a la esposa del beneficiado en el entorno presidencial más cercano- no sólo representa un posible delito, sino una afrenta al contrato moral que debería unir a los gobernantes con los gobernados.
La transparencia, la rendición de cuentas y el interés general son valores esenciales en toda democracia.
En este caso, como en la “causa vialidad”, que terminó con la prisión de Cristina, han sido traicionados de manera evidente los intereses sociales de toda la comunidad, y los ciudadanos -una vez más- se sienten defraudados.
Siguiendo las mismas consignas que exhalan los kirchneristas, la Patria no se negocia ni se mancha, pero ya lo dice el viejo refrán popular, “haz lo que yo digo, pero no lo que yo haga”.
Los hechos en cuestión no sólo dañan la imagen de Fernández, sino que profundizan el descrédito de toda una clase política.
Los jóvenes descreídos, los votantes desencantados, los ciudadanos que se sienten huérfanos de representación, ven en este caso la reafirmación de una sospecha dolorosa: que la política, lejos de ser una herramienta de transformación, se ha convertido en muchos casos en un medio para el enriquecimiento ilícito.
La democracia necesita líderes honestos, transparentes, comprometidos con el bien común. En lugar de eso, con cada nuevo escándalo, se agranda la brecha entre los que gobiernan y los que son gobernados.
El procesamiento de Alberto Fernández marca un punto de inflexión en su legado.
Aquel profesor universitario que prometía terminar con “la grieta”, que se mostraba como un moderado conciliador y que asumió el poder con un discurso de ética pública, hoy enfrenta una acusación que lo coloca en el mismo casillero que muchos de sus antecesores: el de los presidentes sospechados de corrupción.
Resta ver cómo avanzará la causa judicial y si, finalmente, el expresidente será llevado a juicio oral. Pero más allá del desenlace legal, el juicio moral de la sociedad ya parece haberse pronunciado. Y no es benévolo.
El caso seguro vuelve a poner en el centro del debate una cuestión urgente: la necesidad de reconstruir la ética en la función pública.
No se trata sólo de castigar a los culpables, sino de prevenir los abusos, blindar las instituciones y recuperar la confianza de una ciudadanía que ya no cree en promesas, sino en hechos.
Nos plantea Graham Greene que “nuestros peores enemigos aquí no son los ignorantes y los sencillos, aunque crueles; nuestros peores enemigos son los inteligentes y los corruptos” y por los antecedentes que mostramos, Amado, Cristina, Alberto, cuanto más sagaces más corruptos y, por lo visto, nos han hecho mucho daño y lo estamos padeciendo.
Mientras tanto, en la Argentina de 2025, la pregunta sigue en el aire: ¿hasta cuándo tendremos que tolerar que los representantes del pueblo actúen como si el Estado fuera su empresa familiar?