11 de septiembre, 2025
Pienso, luego existo

El 6 de septiembre de 1930 marcó un quiebre profundo en la historia política argentina. Ese día, el presidente Hipólito Yrigoyen, líder de la Unión Cívica Radical y emblema del voto popular conquistado en 1916 gracias a la Ley Sáenz Peña, fue derrocado por un golpe de Estado cívico-militar encabezado por el teniente general José Félix Uriburu. Por primera vez, desde la sanción de la Constitución de 1853, el orden democrático fue interrumpido por las armas.

El golpe no fue solo militar: contó con el apoyo de sectores conservadores, de la oligarquía agroexportadora, del empresariado ligado a intereses británicos, e incluso de parte del periodismo y la Iglesia.

Enfrentado a una grave crisis económica, producto del crack del 29, y debilitado físicamente, Yrigoyen fue blanco fácil de una elite que nunca aceptó plenamente la irrupción de las masas populares en la política.

Con el derrocamiento de Yrigoyen se inauguró un ciclo nefasto para la institucionalidad: la legitimidad del sufragio fue suplantada por la lógica del cuartel, y comenzó el período conocido como la Década Infame (1930–1943).

Uriburu asumió como presidente provisional con el objetivo explícito de cambiar el sistema democrático por un régimen corporativo, inspirado en el fascismo europeo.

Aunque no logró imponer ese modelo, sí logró consolidar una nueva cultura política: la del fraude sistemático, la proscripción y la represión selectiva.

Durante los gobiernos que siguieron al golpe se utilizó el aparato estatal para garantizar la perpetuación de un orden conservador, mediante el fraude patriótico, la compra de votos y el uso arbitrario del Poder Judicial.

El resultado fue un Estado capturado por los intereses de una minoría privilegiada y funcional a los vínculos económicos con el Imperio Británico, como lo evidenció el escandaloso Pacto Roca-Runciman de 1933.

Pero las consecuencias fueron más profundas y duraderas. El golpe de 1930 instaló un antecedente que erosionó la legitimidad de las instituciones democráticas. Desde entonces, cada crisis política o económica fue leída como una justificación potencial para interrumpir el orden constitucional, y la figura del "salvador militar" se volvió recurrente. Así se naturalizó la violencia institucional como herramienta de disputa política.

En términos sociales, la Década Infame consolidó un modelo excluyente, represivo y elitista, pero también incubó las resistencias que germinarían en el peronismo una década después. La clase trabajadora y los sectores populares, marginados del sistema, comenzaron a organizarse bajo nuevas banderas.

El derrocamiento de Yrigoyen fue, en definitiva, el primer capítulo de un siglo atravesado por la inestabilidad democrática en la Argentina.

Desde entonces, el país transitaría una larga historia de interrupciones constitucionales, proscripciones y dictaduras. Solo a partir de 1983 se recuperó, con dificultades, la continuidad institucional.

A 95 años de aquel golpe, la historia nos interpela: la democracia no puede darse por sentada. Requiere memoria, compromiso y una vigilancia constante frente a los intentos de quebrarla, vengan con uniformes, con discursos o con complicidades silenciosas.

 

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