Nació cuando el Siglo XX, aquel del cambalache alumbraba, allá lejos en la polvorienta Añatuya, donde febo parece dorar las nostalgias antes de que lleguen.
Le pusieron Homero Nicolás Manzione Prestera, pero el destino y la calle le dictaron un nombre más corto, más sonoro, más de arrabal: Homero Manzi.
Desde purrete, el sur lo llamaba. Y no el sur geográfico —ése de los vientos y los trenes que se van— sino el sur del alma, ese barrio a media luz, donde los recuerdos se sientan melancólicos en la vereda y los faroles musitan poemas de luz cansada. Allí, entre patios con glicinas y esquinas con guitarras, el muchacho santiagueño se volvió porteño de sentimiento y de palabra.
Homero Manzi no fue sólo un poeta, fue también un espejo donde el tango se miró y se reconoció.
Supo ponerle versos a la nostalgia del pueblo, a esa tristeza dulce que se baila con los ojos cerrados.
En sus letras, los amores perdidos no mueren: se quedan esperando en una esquina, bajo la lluvia o detrás de una ventana.
Cuando escribió “Sur”, junto a Aníbal Troilo, no sólo garabateo un mapa de Buenos Aires: escribió la elegía de una ciudad que empezaba a despedirse de sí misma. “San Juan y Boedo antiguo, y todo el cielo...”, dice el tango, y uno siente que ahí caben todos los adioses del mundo.
Y si en “Discepolín” le rindió homenaje a otra alma dolida del arrabal, fue porque el poeta comprendía que el tango era una conversación entre hermanos de la vida, tristes y meditabundos.
Entre poetas que, con una metáfora o un bandoneón, buscaban consuelo en la misma esquina.
Fue siempre un soñador obstinado de imágenes y palabras. Pero sobre todo, fue el poeta de la ciudad y de su gente: de los que amaron sin remedio, de los que esperaron un regreso que nunca llegó, de los que supieron que vivir es, a veces, perder con elegancia.
Murió en Buenos Aires joven muy joven, imaginamos que en ese adiós no faltaron el silencio del barrio, ni las lágrimas del cielo. Y aunque el tiempo haya pasado, su voz sigue colgada de los cables del recuerdo, junto al silbido del viento que se lleva un tango por Boedo y por Pompeya.
Manzi no se ha ido del todo, sigue ahí, donde sigue ahí, donde el alma del tango se recuesta a soñar.
En aquel verso que duele en el corazón, en esa esquina cualquiera donde algún alma doliente espera, en el sur eterno donde al fin de cuentas, la prosa adquiere nombre y apellido: Homero Manzi.