El proyecto de reforma laboral impulsado por el gobierno del presidente Javier Milei promete convertirse en uno de los debates centrales de este período de sesiones extraordinarias y, probablemente, altere la agenda pública del próximo año.
La iniciativa busca “modernizar” el sistema de relaciones laborales, generar condiciones más favorables para la creación de empleo formal y atacar la profunda informalidad estructural, que hoy afecta a cerca de la mitad de la fuerza laboral del país.
La propuesta llega en un contexto de crisis económica prolongada, encadenada a décadas de estancamiento, inflación persistente y dificultades crecientes para sostener el empleo de calidad. En este escenario, el Gobierno sostiene que el marco legal vigente -y en particular la Ley de Contrato de Trabajo (LCT), redactada hace cincuenta años- no se corresponde con la realidad productiva actual y se ha convertido en un obstáculo para el desarrollo.

La LCT fue concebida en un mundo laboral radicalmente distinto: industrias grandes, sindicatos fuertes, baja rotación laboral y una economía relativamente estable. Hoy, en cambio, el empleo se ha vuelto más flexible, más tecnológico y más fragmentado, con una creciente distancia entre trabajadores formales bien protegidos y un universo enorme de trabajadores informales que viven sin aportes, sin cobertura médica y sin seguridad económica.
Los datos recientes muestran que más del 43% de los trabajadores argentinos se desempeñan en condiciones informales, sin acceso a los derechos básicos que consagra la normativa laboral. En sectores como la construcción o el servicio doméstico, la informalidad supera holgadamente el 70%, una cifra que revela la profundidad del fenómeno.
Este problema, lejos de ser coyuntural, se ha convertido en un rasgo estructural del mercado laboral argentino. La proliferación de empleos informales no solo deteriora las condiciones de vida de millones de personas, sino que también debilita la sustentabilidad de la seguridad social, afecta la recaudación del Estado y alimenta la desigualdad.
Según el gobierno, la informalidad es consecuencia directa de un marco regulatorio excesivamente rígido, costos laborales elevados, litigiosidad creciente y un sistema de incentivos que desalienta la contratación. La premisa libertaria es clara: si se reducen las barreras legales y económicas para contratar, se multiplicarán los puestos de trabajo formales.
El proyecto enviado al Congreso incluye un conjunto amplio de cambios que transforman de manera significativa la relación laboral.
Se busca modificar el régimen de indemnizaciones, con cálculos más acotados y exclusión de ciertos conceptos que, hasta ahora, se computaban en el monto final.
Se pretende reducir, de forma gradual, los aportes y contribuciones patronales, con el objetivo de disminuir el costo de cada contratación.
Se intenta ampliar la flexibilidad en la jornada laboral, incluyendo esquemas como el banco de horas y modalidades más adaptables a las necesidades productivas.
Se piensa en nuevas figuras de contratación, especialmente para sectores dinámicos o para trabajadores que hoy quedan en la informalidad por falta de opciones intermedias.
Se considera generar cambios en la negociación colectiva, con tendencia a fortalecer acuerdos por empresa en lugar de sostener únicamente convenios sectoriales que, en muchos casos, datan de décadas atrás.
Para quienes defienden el proyecto, estos cambios traerán mayor claridad jurídica, menores costos, menos litigios y un mercado laboral más dinámico. Para sus críticos, en cambio, implica una pérdida de derechos, una rebaja del poder sindical y un retroceso frente a conquistas históricas del movimiento obrero argentino.
Uno de los argumentos más invocados por empresarios y funcionarios es el crecimiento de la llamada “industria del juicio laboral”. Según esta perspectiva, la proliferación de reclamos judiciales -muchos de ellos tramitados durante años sin sentencia firme- genera un clima de enorme incertidumbre para las pequeñas y medianas empresas.
Para muchos empleadores, el temor a una eventual demanda laboral, con indemnizaciones imprevisibles y fallos contradictorios, se convierte en un freno para contratar personal. La percepción de riesgo, dicen, es tan alta que, en ocasiones, prefieren recurrir a la informalidad o evitar expandirse.
En este sentido, la reforma busca establecer reglas más claras y estables que reduzcan el margen de litigiosidad. Sus detractores responden que el problema no debe resolverse debilitando derechos sino mejorando la eficiencia judicial, un tema que excede al ámbito laboral.
Así las cosas, ninguna discusión sobre trabajo en el país puede prescindir del rol del sindicalismo, actor central de la vida política y económica nacional desde mediados del siglo XX. Sin embargo, la percepción pública sobre la dirigencia sindical ha cambiado en los últimos años.
Es sabido que muchos líderes sindicales permanecen en sus cargos durante décadas, administran estructuras económicas de gran poder y viven desconectados de la realidad cotidiana de sus afiliados. Los nombres de dirigentes históricos, como Barrionuevo, Lingieri, Piumato, Cavalieri o Gerardo Martínez, aparecen con frecuencia en este tipo de cuestionamientos.
La crítica central es que una parte de la dirigencia prioriza sus propios intereses corporativos por encima de la defensa real de los trabajadores. Esto se expresa, según sus detractores, en la escasa renovación interna, en la poca transparencia de ciertas prácticas y en la distancia creciente entre los salarios que perciben sus bases y los beneficios que manejan las cúpulas gremiales.
Desde esta óptica, la resistencia sindical a la reforma es interpretada por algunos como una defensa del statu quo antes que del bienestar de los trabajadores, una mera puesta en escena. Para otros, en cambio, los sindicatos cumplen un rol esencial como freno a posibles abusos y como garantes de derechos que podrían erosionarse sin una representación firme.
El proyecto generó una reacción inmediata del sindicalismo, especialmente de la CGT y otras centrales. Se anunciaron movilizaciones (incluso una ridícula por parte del Secretario General de ATE, Aguiar, en tanto este proyecto no modifica en nada el régimen del empleo público), paros y medidas de fuerza para impedir la aprobación de los artículos que consideran más perjudiciales.
Los gremios sostienen que la reforma precariza el empleo, disminuye la protección frente a despidos, facilita ciertas modalidades laborales que podrían derivar en abusos y debilita la capacidad de negociación colectiva.
No quedan dudas que el debate será largo, conflictivo y altamente politizado, habida cuenta que la reforma laboral toca fibras sensibles: la seguridad económica del trabajador, la estructura sindical, el costo de contratar, la competitividad empresarial y, en última instancia, el modelo de país que se desea construir.
Y, casi como al pasar, muchos se olvidan de un sector que esta reforma la necesita para darles tranquilidad, seguridad y confiabilidad, son las PYMES, las pequeñas y medianas empresas, que generan la mayoría del empleo formal, figuran en el centro de esta discusión. En ellas se concentran también los mayores niveles de informalidad y los mayores temores frente a la litigiosidad.
Para muchas pymes, los costos laborales actuales resultan insostenibles. Procesos judiciales laborales que duran años pueden llevarlas a la quiebra. Desde su perspectiva, una reforma que alivie cargas, simplifique trámites y reduzca la incertidumbre podría abrir la puerta a nuevas contrataciones y a la formalización de empleados actualmente en negro.
Pero, para otras voces, una flexibilización sin controles adecuados podría generar empleos más frágiles, con menos protección y un piso de derechos más bajo. Por eso, el debate no está exento de interrogantes: ¿hasta dónde flexibilizar sin afectar la dignidad laboral? ¿Cuánto proteger sin impedir que las empresas puedan crecer?
Pero no debemos olvidar que la actual legislación fue redactada en una Argentina industrial, estable, con grandes sindicatos y trabajadores asalariados de largo plazo. Hoy, la realidad es muy distinta: trabajo remoto, economía digital, plataformas, migraciones, rotación, microemprendimientos y una enorme heterogeneidad productiva.
La pregunta de fondo es si una ley escrita hace cincuenta años puede seguir siendo el eje de un mercado en constante transformación. Para algunos especialistas, la ley necesita una actualización profunda que incorpore nuevas modalidades laborales. Para otros, su espíritu protector sigue siendo esencial y debe reforzarse, no diluirse.
Reformarla, entonces, no es solo un desafío legislativo: es una decisión política, social y cultural, que involucra ideas opuestas sobre el trabajo, el desarrollo y la justicia social.
Esta reforma laboral debe ser encarada no como un ajuste técnico más, pero sí pensando en que representa un punto de inflexión en la manera en que Argentina concibe el empleo, la producción y la protección social.
En juego está mucho más que la letra de una ley: está la posibilidad de reducir la informalidad, mejorar la productividad, actualizar las instituciones laborales y encontrar un equilibrio entre flexibilidad económica y derechos sociales.
El debate que se abre en el Congreso será, sin duda, uno de los más intensos de los últimos años. Y sus resultados influirán de manera decisiva en el tipo de sociedad que Argentina será capaz de construir en las próximas décadas: una sociedad con mercado laboral rígido y altamente protegido, o una más flexible que asuma riesgos en busca de integrar a los millones de trabajadores que hoy viven en la informalidad
Julio César Coronel