03 de diciembre, 2024
Colaboración

Alguna vez el filósofo danés Soren Kierkegaard sostuvo: “¡Qué irónico es que precisamente por medio del lenguaje un hombre pueda degradarse por debajo de lo que no tiene lenguaje!”.

 

De lo que se trata es que el lenguaje debería ser una herramienta de comunicación y expresión humana, pero muchos lo terminaban utilizando de manera tal que se degradan a sí mismos.

 

Deberíamos advertir que el mal uso del lenguaje degrada a la persona y la hace perder su humanidad o dignidad, llegando a un nivel inferior al de aquellos que no utilizan el lenguaje.

 

Es que las palabras y la comunicación pueden ser mal utilizadas o distorsionadas, llevándonos a comportamientos o actitudes que nos alejan de nuestra esencia humana.

 

En estos últimos tiempos, fundamentalmente en nuestro país, tuvimos dos cuestiones o transitamos todavía dos situaciones referidas al lenguaje, por un lado, la imposición de lo que se conoce como idioma “inclusivo” y la manifiesta vulgaridad que viene in crescendo en el discurso político.

Vemos cómo el lenguaje se ha convertido en un campo de batalla donde se enfrentan diferentes corrientes de pensamiento, valores e identidades.

Esa imposición del lenguaje inclusivo y el uso de malas palabras en el discurso político son dos fenómenos que reflejan tensiones sociales y culturales que van más allá de la mera cuestión lingüística.

Lo que se quiso presentar como un avance dentro de la sociedad, emergiendo como una respuesta a la necesidad de representar de manera equitativa a todos los géneros en la comunicación, terminó convirtiéndose en un cliché para un determinado sectario de la sociedad. A la mayoría de la población le resultó insultante la manera violenta y prepotente con que se nos obligaba a cambiar letras y modismos.

Mientras algunos, para defender esa postura, argumentan que es un paso necesario para erradicar el machismo lingüístico y fomentar una sociedad más igualitaria, hay otros que critican la imposición sustentados en que el lenguaje inclusivo afecta la fluidez y la claridad del idioma.

Cuando se utiliza la “e” como vocal neutra nos enrolamos en un elitismo intelectual totalmente irradiado de la realidad de muchos hablantes, y si bien la discusión puede centrarse entre tradición y modernidad, no podemos negar que todo rodea una mera cuestión ideológica donde los sectores que se consideran “progres” quieren que sus ideas se respeten, pero -lo que es peor- que se haga, diga o piense de la misma manera que ellos lo hacen, pero extendido a toda la sociedad.

Pero no sabemos si esta dictadura de la palabra impostada es lo malo o es peor aún la vulgaridad en el discurso político, de quienes en principio deberían ser los ejemplos a seguir por la comunidad toda.

El uso de malas palabras en el discurso político ha alcanzado niveles alarmantes: lenguaje más coloquial y a menudo vulgar, rompiendo con las normas de cortesía que históricamente han regido la política.

Trump en Estados Unidos, Maduro en Venezuela, Boris Johnson en el Reino Unido, Bolsonaro en Brasil y Milei en nuestro país son claros ejemplo de ello.

Esto ha generado un cambio en la percepción del lenguaje como herramienta de poder y respeto.

Podrá realizarse una defensa de estas posiciones sobre la base que un lenguaje más directo y "real" conecta mejor con la población, especialmente en tiempos de crisis, donde la indignación y la frustración son palpables.

Pero si bien podría ser en algún punto plausible, cuando se generaliza y se convierte en una constante, esa tendencia puede llevar a una normalización de la falta de respeto y al deterioro del debate político, convirtiéndolo en un espectáculo chabacano en lugar de un espacio de diálogo constructivo desde el respeto en el disenso.

Así podemos visualizar que ambas problemáticas están interconectadas en la medida en que reflejan una transformación en las expectativas sociales sobre la comunicación.

Mientras la lucha por un lenguaje inclusivo puede ser vista como un intento de elevar la conversación y promover la igualdad, el uso de malas palabras puede interpretarse como una reacción a la rigidez de las normas lingüísticas tradicionales.

Nuestro desafío radica en encontrar un mesurado equilibrio que permita la inclusión y la diversidad sin caer en la vulgaridad.

Por ello, es necesario advertir que la manera en que las sociedades eligen comunicarse tiene fuertes y profundas implicaciones sobre su cultura, sus valores y principios y, esencialmente, pensando hacia futuro.

Así es que debemos enfrentar la problemática que el idioma nos presenta, mirando a éste como un reflejo de las tensiones sociales y culturales que nos rodean, y en ello juega un papel primordial la tecnología y ese variopinto de formas en que uno interactúa con el otro. Las redes sociales socializaron y masificaron el mensaje, esta democratización, por su informalidad, perdió ciertos parámetros de formalidad y el problema radica en encauzar ello.

Mientras el lenguaje inclusivo busca abrir espacios de representación, el uso de malas palabras en el discurso político desafía las convenciones y pone en cuestión la esencia misma del debate democrático y del respeto al otro.

La sociedad debe reflexionar sobre cómo desea comunicarse y qué valores desea promover, ya que el lenguaje es más que un simple vehículo de comunicación: es un reflejo de quiénes somos y hacia dónde queremos ir.

Por tanto, debemos concluir que la comunicación de un líder político no solo refleja su personalidad, sino también los valores y la cultura de la sociedad que representa y, en este sentido, se le podría pedir al presidente Javier Milei que considere varias pautas para cuidar las formas en su discurso, especialmente en momentos de tensión política y social.

Pero no solo a Milei, sino también a sus seguidores y a la oposición, sea Moreau, Grabois, D’Elía o quien fuere.

Todos deberían respetar la dignidad de todas las personas, independientemente de sus creencias o ideologías.

Insultos o comentarios despectivos pueden alienar a sectores de la población y polarizar aún más el ambiente político, en lugar de fomentar un diálogo constructivo.

Y aunar ello con la capacidad de escuchar y considerar las opiniones de aquellos que piensan diferente, promoviendo un espacio donde se valore la diversidad de pensamiento para poder así enriquecer el debate y generar soluciones más inclusivas.  

Y un punto que puede ser fundacional es evitar la ridiculización de adversarios políticos o de quienes tienen posiciones diferentes, porque ello puede resultar contraproducente.

Toda idea es valorable por sí sola, despreciarla por no comulgar en el mismo sentido, es deslegitimarse la propia idea de democracia y pluralismo que debe ceder ante cualquier pretensión de univocidad en el pensamiento o el lenguaje.

Promover un lenguaje que apueste por la construcción y no por la destrucción es fundamental. Esto incluye evitar afirmaciones discriminatorias y optar por un discurso que busque unificar en lugar de dividir.

La manera en que se comunican las políticas y visiones puede marcar la diferencia en cómo son recibidas por la ciudadanía.

Uno puede ser enérgico sin necesidad de pegar, uno puede ser líder sin necesidad de mandar sino de consensuar.

La política es el arte de lo posible, pero tiene en sí un rol modelador, el político, el dirigente, el funcionario, son alfareros que con tiempo y mucha constancia, le van dando forma a sus proyectos y el lenguaje son sus manos en esta tarea ímproba.

Julio César Coronel

 

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