En ciertos pueblos, la identidad se forja no sólo en las raíces compartidas, sino también en las heridas que se transmiten como un eco constante.
Existen lugareños que parecen vivir atrapados en un bucle de resentimiento: creen que los ignoran, que los dañan adrede, que no se les reconoce el valor que sienten merecer.
El problema no es el dolor en sí -legítimo en muchos casos-, sino la fijación con el rol de víctima como parte inseparable de su identidad colectiva.
No se trata de la marginación real y comprobable que sufren muchos territorios olvidados por el poder central, sino de un tipo de narrativa personal y comunitaria en la que todo se lee como agravio.
Los gestos neutros se interpretan como desprecios. La falta de elogios, como una omisión imperdonable. Los logros ajenos, como ataques indirectos.
Y así, se aferran a una forma de vivir en la que el desdén que creen recibir del “otro”, ya sea un vecino, un forastero o alguna figura pública, justifica sus frustraciones y explica su estancamiento.
Este discurso, repetido como letanía, termina por desgastar incluso a los más cercanos.
Porque en esa necesidad constante de consuelo, de reconocimiento, de validación, se genera un clima enrarecido donde todo gira en torno a la herida, y poco espacio queda para el crecimiento o la autocrítica.
Como decía Moria Casán en su provocador estilo: "Dejá de llorar." Y quizás no sea una frase tan frívola como parece.
Llorar tiene su tiempo y su lugar. El problema aparece cuando el llanto se vuelve identidad, cuando el rencor se convierte en combustible de vida, y cuando el relato del daño recibido reemplaza cualquier intento de reinvención.
El orgullo herido es, muchas veces, el espejo de una autoestima frágil. Y en lugar de reconstruirse desde la sinceridad y el compromiso con uno mismo, algunos prefieren refugiarse en la queja, esperando que el mundo los abrace sin condiciones.
¿Y si, en lugar de insistir con la pena, apostamos por redefinir el valor propio sin depender de la mirada ajena?
¿Y si, como comunidad, dejamos de repetir las ofensas y comenzamos a contar también nuestras fortalezas?
Tal vez ahí se encuentre la clave para salir del círculo del lamento, y empezar, finalmente, a vivir desde la dignidad y no desde la herida.