22 de diciembre, 2025
Colaboración

En toda república, la sesión preparatoria de la Cámara de Diputados, particularmente el momento de la jura, es uno de los actos simbólicos más importantes del sistema democrático.

Allí, quienes han sido electos por la voluntad popular formalizan su compromiso con la Constitución, las leyes y la representación del pueblo. Es un ritual solemne que marca el ingreso de los legisladores a la función pública, y que debería realizarse con el decoro correspondiente a la investidura que reciben.

Cuando ese acto republicano se convierte en un escenario de gestos abyectos, disputas internas, agresiones simbólicas o, directamente, faltas de respeto, no solo se desdibuja la seriedad del procedimiento: se envía a la sociedad un mensaje de profundo deterioro institucional. Y cuando, además, dichos gestos se alejan de las preocupaciones reales del ciudadano común, el divorcio entre dirigencia y representados se vuelve todavía más visible.

El primer punto que llama la atención es el carácter manifiestamente disonante entre las fórmulas tradicionales de jura, “por Dios y por la Patria”, y las expresiones adoptadas por algunos legisladores.

Si bien la Constitución y el reglamento permiten fórmulas alternativas, la finalidad esencial del acto es comprometerse con la Nación, la Constitución y el cargo, no con agendas particulares o causas internacionales.

El problema no radica simplemente en la creatividad o en la diversidad ideológica, ambas saludables dentro de un sistema pluralista, sino en que ciertas declaraciones no guardan ninguna conexión con la función legislativa.

Jurar por “una Palestina libre”, por “echar a los Estados Unidos de Venezuela” o por consignas que no representan una problemática concreta del votante argentino medio, resulta incomprensible desde la racionalidad; además, estos gestos generan la sensación de desconexión absoluta con las urgencias nacionales.

Más grave aún cuando la afirmación carece de sustento fáctico -como la idea de que Estados Unidos “ocupa” Venezuela- pues transforma un acto solemne en un espacio de proclamas simbólicas que poco tienen que ver con las responsabilidades del cargo.

En términos éticos, implica utilizar un ritual público del Estado para fines expresivos individuales, desplazando la centralidad del mandato democrático.

Llamativamente, no se escucharon fórmulas vinculadas a cuestiones institucionales internas cuya gravedad es evidente, por ejemplo, el reclamo por  violaciones a la república, abusos de poder o fraude electoral.

Esa ausencia refleja un sesgo selectivo donde ciertas causas externas parecen priorizadas por encima de la defensa de la institucionalidad propia.

Otro de los aspectos más controvertidos fue el momento en que legisladores juraron “por Cristina” o reivindicaron la inocencia de una dirigente condenada por delitos de corrupción.

Más allá de la identidad de la persona en cuestión, existe un principio republicano básico: un funcionario público debe comprometerse a respetar la Constitución, no a contestar sentencias judiciales ni a glorificar a quienes han sido condenados.

El artículo 36 de la Constitución Nacional es claro respecto de la gravedad institucional de los delitos de corrupción y de cualquier intento por menoscabar el orden democrático.

Cuando un legislador, quien debe ser ejemplo de conducta cívica, utiliza su jura para elogiar o respaldar a una persona condenada por hechos tipificados como graves, incurre en un gesto de enorme irresponsabilidad ética. Puede ser visto como una forma de deslegitimación simbólica del Poder Judicial o incluso como una validación moral de prácticas corruptas.

De suyo, la representación política conlleva una responsabilidad más alta que la de cualquier ciudadano particular. El diputado no solo vota leyes, también encarna un modelo de conducta pública. Si su acto inicial como funcionario es la reivindicación de alguien condenado por corrupción, entonces la degradación de la ética pública deja de ser una abstracción para convertirse en un mensaje explícito a la ciudadanía.

Puntualizando, uno de los momentos más señalados fue el gesto de Juan Grabois levantando tres dedos hacia el palco presidencial, gesto interpretado como un desafío directo al presidente en funciones.

Más allá de las simpatías políticas, la investidura presidencial representa a toda la Nación, y denigrarla dentro del recinto legislativo es atentar contra la institucionalidad, no contra un individuo.

No se trata aquí de impedir la crítica política, que es legítima y necesaria en toda democracia, sino de la diferencia esencial entre crítica institucional y agresión simbólica. La primera es un mecanismo de control republicano; la segunda, una forma de prepotencia que empobrece el espacio deliberativo.

A esto se suman otros gestos de igual gravedad: acusaciones de “drogadictos” mediante gestos manifiestos dirigidas a colegas en plena jura, o la escena donde una diputada increpa violentamente casi patoterilmente a otra y obstaculiza la ceremonia. Este tipo de conductas no solo denigran la función legislativa, sino que profanan la propia Casa de la Democracia.

Al final del día, el Congreso es un ámbito donde deben convivir distintas visiones del país. La falta de respeto entre pares no es solo una cuestión de modales: es un síntoma del deterioro cultural y político, un modo de instalar la lógica del agravio en el corazón mismo del debate público.

Lo ocurrido tiene un impacto profundo en la percepción ciudadana. La política argentina atraviesa desde hace años un proceso de deslegitimación social, y los gestos observados durante la jura no hacen más que profundizar la distancia entre representantes y representados.

¿Qué percibe el ciudadano común cuando ve a sus legisladores convertir la jura en un escenario de consignas ajenas, peleas internas o gesticulaciones agresivas?

Percibe que la solemnidad del acto republicano se ha perdido, que el Congreso se ha convertido en un teatro de provocaciones y que la dirigencia está más concentrada en marcar posiciones simbólicas que en resolver los problemas reales del país.

La idea de “república bananera”, más allá de su carga retórica, expresa precisamente lo que vimos: la sensación de que las instituciones han sido vaciadas de contenido y convertidas en meros escenarios de disputa facciosa.

Si la representación política pierde decoro, pierde autoridad moral; y si pierde autoridad moral, pierde capacidad para conducir al país por caminos institucionales sólidos.

El espectáculo ofrecido en la jura de algunos diputados no es un hecho aislado, sino un síntoma de la crisis ética que atraviesa la política argentina.

La solución no surgirá de un cambio reglamentario ni de una sanción aislada, sino de una discusión profunda sobre qué significa ejercer la representación pública.

Para recuperar la confianza ciudadana, el Parlamento debe volver a ser un espacio donde la solemnidad de sus actos se respete, los legisladores pongan la República por encima de sus identidades partidarias, se destierre la apología simbólica de la corrupción, la crítica sea firme pero respetuosa, y la ética pública sea una guía, no un obstáculo.

La jura de un diputado es un compromiso con la Nación, no un escenario para consignas individuales ni para agresiones. Restaurar esa comprensión esencial es uno de los desafíos más urgentes de nuestra democracia.

Julio César Coronel

 

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