El 15 de diciembre de 1983, apenas cinco días después de asumir la presidencia, Raúl Alfonsín firmaba el Decreto 187/83, creando la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP).
Aquella decisión no era un acto administrativo más, sino que resultó ser pionera a nivel mundial: por primera vez un gobierno democrático recién nacido, con instituciones extremadamente frágiles y Fuerzas Armadas todavía poderosas, se disponía a investigar de manera oficial y documentada las violaciones a los derechos humanos cometidas por un régimen dictatorial.
Era, y lo fue, un acto de enorme valentía institucional y, también, de profunda confianza en la verdad como cimiento para una democracia duradera, que nos demuestra que la lucha por los derechos humanos no es propiedad de un sector partidario y que no comenzó, como algunos creen, en el 2003.
Al fin de cuentas, la CONADEP sistematizó denuncias, reunió testimonios estremecedores y publicó el informe “Nunca Más”, obra que trascendió fronteras y se convirtió en símbolo de la lucha contra las desapariciones forzadas en el mundo.
Su valor fue -y sigue siendo- incuestionable. Puso nombre, rostro y voz a miles de personas que habían sido convertidas en cifras o rumores, siendo el único registro fiable de los desaparecidos en el país al acreditarse casi nueve mil personas.
Pero también abrió preguntas profundas sobre la forma en que los argentinos elaboramos nuestra historia reciente, en una sociedad que ya venía herida, dividida y ensangrentada antes de la dictadura.
Porque si algo caracteriza a nuestra memoria colectiva es su fragmentación. Argentina no sólo sufrió un terrorismo de Estado planificado; también padeció décadas de violencia política creciente, donde antes del golpe militar ya existían secuestros, atentados, asesinatos selectivos y chantaje ideológico.
Y en medio de todos esos enfrentamientos hubo víctimas inocentes que -pasadas las décadas- siguen siendo nombres apenas mencionados o recordados sólo en círculos pequeños.
Están, entre muchos otros, el profesor Carlos Alberto Sacheri, asesinado frente a su familia; el capitán Humberto Viola y su hijita de tres años, ametrallados en un ataque que conmocionó al país; la adolescente de quince años Paula Lambruschini y su vecina, muertas en un atentado cuyo blanco era su padre; o el prolongado secuestro y martirio del coronel Argentino del Valle Larrabure, cuya muerte continúa envuelta en controversias y dolor.
Ellos también fueron ciudadanos argentinos víctimas de la violencia política, y su sufrimiento forma parte del mismo drama social del que surgió la tragedia de los desaparecidos.
¿Por qué, entonces, nos cuesta tanto integrar todos estos dolores en un mismo relato? ¿Por qué la memoria parece dividir más de lo que une?
Quizás porque durante décadas la discusión pública quedó atrapada en posiciones extremas. De un lado, quienes pretendieron relativizar, justificar o minimizar el terrorismo de Estado -lo cual constituye un límite ético infranqueable-. Del otro, quienes rechazaron por completo la posibilidad de reconocer el sufrimiento de las víctimas de las organizaciones armadas, como si admitirlo implicara debilitar la denuncia de los crímenes cometidos desde el Estado.
En esa tensión, la memoria colectiva se volvió campo de batalla. Y donde hay trincheras, no hay diálogo.
Sin embargo, nadie que defienda la democracia y los derechos humanos puede negar el carácter criminal, sistemático y clandestino de la represión estatal; como tampoco debería negarse la existencia del dolor de miles de familias que padecieron la violencia política previa y paralela al golpe. Los dolores no compiten: se suman. Y sólo se cicatrizan cuando pueden nombrarse sin miedo, sin relativizaciones y sin apropiaciones partidarias.
Tal vez la verdadera pregunta no sea “¿por qué no podemos reconciliarnos?”, sino “¿por qué seguimos necesitando elegir cuál dolor merece ser recordado?”
Una nación verdaderamente madura no teme a su memoria completa. No necesita recortar, borrar o exagerar para construir identidad. Necesita, en cambio, escuchar todas las voces, honrar a todas las víctimas -sin confundir responsabilidades ni borrar diferencias- y comprometerse con un pacto ético común: que nunca más se repitan esas formas de violencia, vengan de donde vengan.