En un país donde la hinchazón crece en paralelo a las prácticas alimentarias pobres y al estrés cotidiano, especialistas advierten que un nutriente clave, el omega 3, podría convertirse en un aliado decisivo. La médica Virginia Busnelli explica por qué este ácido graso esencial impacta en enfermedades que hoy lideran las estadísticas de mortalidad.
Durante años, Paula creyó que su cansancio era un tributo inevitable de la vida adulta: trabajo, hijos, obligaciones, esa agenda siempre al límite. Pero cuando la falta de energía se volvió cotidiana y las noches dejaron de ser reparadoras, entendió que algo no funcionaba bien. Su médico fue claro: no era estrés aislado; su cuerpo mostraba señales de inflamación crónica. Una condición silenciosa, persistente y mucho más frecuente de lo que se reconoce.
Esa escena, lejos de ser excepcional, ilustra un fenómeno que inquieta a la comunidad médica. “Más del 50% de las muertes actuales están relacionadas con enfermedades inflamatorias”, explica la médica especialista en nutrición Virginia Busnelli. Lo dice con un tono que mezcla advertencia y urgencia. “La inflamación es un proceso natural, incluso necesario. El cuerpo se defiende, repara, elimina amenazas. El problema comienza cuando ese mecanismo deja de apagarse”.
Según la especialista, la inflamación actúa como un incendio controlado: puede salvar estructuras, pero si se extiende, termina destruyéndolas. Esa versión desbordada provoca cambios metabólicos, neuroendocrinos y conductuales. “Aparecen fatiga, alteraciones del sueño, pérdida del apetito, cambios en la libido, presión arterial elevada. Son señales de un sistema inmunológico que quedó en modo alerta constante”, precisa.
A la hora de buscar responsables, Busnelli no duda en señalar a la alimentación y el estilo de vida moderno. Las dietas pobres en frutas, verduras y legumbres conviven con una ingesta excesiva de alcohol, ultraprocesados, tabaco y cereales refinados. Ese combo altera el microbiota intestinal, aumenta la permeabilidad del intestino y genera cambios epigenéticos que desembocan en inflamación sistémica. Pero hay un factor adicional que agrava el problema: la falta de omega 3.
El omega 3, explica Busnelli, juega un papel central en la regulación inflamatoria. “Fortalece al organismo frente a enfermedades como la diabetes, el cáncer, la depresión, el deterioro cognitivo y diversas afecciones cardiovasculares”, detalla. “Uno de sus efectos más importantes es su capacidad antiinflamatoria. Mejora la función de los vasos sanguíneos, regula los glóbulos blancos y ayuda a equilibrar los niveles de colesterol”.
Los ácidos grasos EPA y DHA, las formas más activas de la omega 3, provienen principalmente de pescados grasos como el salmón, el atún, la caballa, el sábalo y el surubí. El EPA se asocia al cuidado del corazón y a la disminución de respuestas inflamatorias; el DHA, al cerebro, la visión y el sistema nervioso.
Pero ahí aparece un obstáculo que la propia sociedad argentina arrastra desde hace décadas: el bajo consumo de pescado. Mientras la recomendación internacional insiste en incorporarlo varias veces por semana, el país apenas alcanza los 5 kilos anuales por persona, una cifra que contrasta con los 20 kilos globales. “Ese déficit tiene consecuencias directas”, comenta Busnelli. “Si no incorporamos omega 3 por vía alimentaria, el organismo queda más expuesto al desbalance inflamatorio”.

HERRAMIENTA INDISPENSABLE
Frente a esa carencia estructural, muchas personas recurren a suplementos. La médica no descarta esa opción, pero aclara que debe hacerse con criterio. “Puede ser una herramienta válida para quienes no consumen pescado, pero es fundamental la supervisión profesional. No se trata de tomar cápsulas sin indicación: es un proceso que debe contemplar el estado general de la persona, su dieta, sus antecedentes y su nivel de inflamación”, enfatiza.
A su vez, señala que las dietas antiinflamatorias —cada vez más estudiadas en el campo de la biología molecular— muestran que la nutrición puede modificar la expresión génica y acelerar la resolución de esos procesos. La frase suena compleja, pero su impacto es claro: la comida puede cambiar la biología.
“Cuanto antes se implementen intervenciones antiinflamatorias en personas con factores de riesgo, menor será la probabilidad de desarrollar enfermedades crónicas severas”, sostiene Busnelli. Por eso insiste en que la alimentación no es un accesorio sino una herramienta terapéutica. “Una nutrición adecuada durante los períodos inflamatorios puede disminuir la enfermedad, mejorar la comodidad y la calidad de vida”.
Paula lo comprobó en carne propia: ajustes en su dieta, una rutina más equilibrada y la incorporación supervisada de omega 3 lograron reducir sus síntomas. “Sentía que estaba prendida fuego por dentro sin darme cuenta”, cuenta ahora. Y aunque su historia no es universal, funciona como espejo para miles de personas que viven con inflamación crónica sin saberlo.
La lucha contra esa inflamación silenciosa no depende de un único gesto, sino de pequeños cambios acumulados. Pero, como concluye Busnelli, “el omega 3 es una pieza clave en ese rompecabezas. No es magia: es ciencia que actúa donde el cuerpo más lo necesita”.