Hay un momento del día en el que casi todos bajamos la guardia. Para algunos es apenas despertarse, para otros antes de dormir, para otros mientras esperan el colectivo o el café. Ese instante en que agarramos el celular como quien abre una ventana al mundo sin pensar demasiado.
Hoy esa ventana es tan natural como respirar, y sin embargo esconde un detalle inquietante: nunca sabemos qué va a aparecer del otro lado. A veces un saludo, un corazón, una foto divertida. Otras veces, y cada vez con mayor frecuencia, un mensaje que no esperábamos y que nos golpea con una fuerza que no debería tener algo tan pequeño como un texto en una pantalla.
La persona que recibe ese mensaje quizás ni siquiera haya tenido un mal día. Quizás solo subió una foto, compartió una opinión o comentó algo irrelevante. Pero de repente, entre las notificaciones, aparece la frase que le nubla la mañana: “Sos un desastre”, “¿Por qué no te callás?”, “Dás lástima”, “Ojalá te pase algo”. Y aunque trate de decirse que “no importa”, que “es solo internet”, la frase queda ahí, como un hilo invisible que se engancha al ánimo y lo arrastra hacia abajo.
Lo curioso, y lo triste, es que esta escena es tan común que casi no sorprende. El ciberacoso dejó de ser una rareza de rincones oscuros para convertirse en parte del paisaje digital. No hace ruido, no deja un ojo morado, no necesita empujones en un pasillo ni encuentros cara a cara. Es silencioso, insistente y tiene una capacidad inquietante de colarse en la intimidad. Porque a diferencia del acoso de antes, aquel que ocurría en un patio, en una escuela, o en el trabajo, el ciberacoso te sigue a donde vayas. No respeta horarios, no entiende de puertas cerradas. Puede aparecer un domingo al mediodía, en medio de una cena familiar o justo antes de que uno se duerma.
Pero para entender por qué duele tanto, hay que recordar algo que solemos olvidar: las pantallas no amortiguan nada. El cerebro no distingue si una agresión viene de una persona parada delante de nosotros o de un mensaje escrito por alguien que nunca vimos. El impacto emocional es el mismo. A veces incluso peor, porque el anonimato convierte al agresor en una sombra sin rostro, imposible de enfrentar o comprender. ¿Cómo se defiende uno de algo que no puede ver?
Internet, que nació como una maravilla para conectar, compartir y abrir puertas, también creó un terreno fértil para una crueldad inesperada. No porque la tecnología sea mala, sino porque amplifica. Amplifica lo bueno, lo creativo, lo divertido, lo solidario. Pero también amplifica lo hiriente, lo impulsivo, lo mezquino. Lo que antes quedaba entre dos o tres personas y se olvidaba al día siguiente, ahora puede convertirse en una tormenta de comentarios, compartidos y burlas que se multiplican sin control.
La diferencia fundamental con el acoso tradicional es que, para acosar en persona, uno necesitaba estar ahí, reunir el coraje (o la cobardía) para hablarle directamente a alguien. En cambio, en internet basta una cuenta anónima, un emoji burlón, un mensaje escrito rápido desde el sillón. Ese anonimato actúa como un traje de invisibilidad. Personas que jamás se animarían a insultar cara a cara se convierten, al otro lado de un teclado, en voces agresivas, crueles, incluso violentas. La responsabilidad se diluye, la vergüenza desaparece, la empatía se apaga.
Y esa pérdida de empatía es quizás lo que más asusta. La facilidad con la que se olvidan las emociones del otro, simplemente porque no vemos su cara ni escuchamos su tono de voz. Solo vemos una foto, una opinión, un gesto, y reaccionamos, o reaccionan, como si del otro lado hubiera un objeto, no alguien que piensa, siente, se angustia, se ilusiona y se lastima. Por eso la frase tan repetida de “es solo internet, no te lo tomes personal” es tan engañosa. Todo lo que involucra a personas es personal. Una pantalla no lo convierte en ficción.
Quienes nunca pasaron por un episodio de ciberacoso suelen minimizarlo. Creen que basta con no leer, con bloquear, con ignorar. Como si ignorar pudiera borrar el impacto emocional. Pero el problema del ciberacoso es que no se queda en un mensaje. Vuelve. Insiste. Cambia de cuenta. Se multiplica a través de otros usuarios que suman su pequeño grano de crueldad a la montaña. Y así, lo que empezó como algo aislado se convierte en un ruido de fondo que acompaña cada vez que la víctima abre el teléfono. Si cada vez que abrimos una puerta hubiera una posibilidad real de encontrar un insulto, también viviríamos angustiados.
Internet no inventó la agresión, pero sí inventó una nueva forma de escalarla. La viralidad transforma lo que debería ser una diferencia de opinión en una cacería pública. Y esa cultura de la exposición, la necesidad de mostrarse, de opinar, de interactuar, nos deja vulnerables. No por fragilidad emocional, sino porque somos humanos. Nadie es inmune a la burla repetida. Nadie está hecho de piedra.

En este contexto aparece un fenómeno particular: la indiferencia del espectador. Quienes miran sin hacer nada. En la vida real, cuando alguien es agredido frente a varias personas, alguno suele intervenir, aunque sea con una mirada incómoda. En internet, esa incomodidad desaparece. La agresión se vuelve un espectáculo. Algunos se ríen, otros la reproducen, otros simplemente pasan de largo. Y ese silencio masivo funciona como un micrófono para el agresor. Lo valida, lo impulsa, le da una sensación de impunidad. El hostigador nunca está solo: siempre tiene una audiencia.
Con todo esto, es fácil caer en la idea de que internet es un lugar oscuro y perdida la esperanza. Pero no es así. La tecnología amplifica, sí, pero no elige qué amplificar. Esa responsabilidad es nuestra. Y así como la crueldad puede viralizarse, también puede hacerlo el apoyo, la empatía y la conciencia. La solución al ciberacoso no va a venir solo de un botón de “reportar”, ni de algoritmos, ni de leyes. Va a venir de una transformación cultural: entender que lo digital no es un juego ni un mundo aparte, sino una extensión de la vida real.
Para mucha gente, especialmente jóvenes, las redes sociales son el espacio donde construyen identidad, vínculos, autoestima. Cuando reciben mensajes hirientes, no es algo que puedan separar con facilidad. Influye en cómo se ven, en cómo se valoran, en cómo se relacionan. Un comentario de burla sobre su cuerpo o su voz puede parecer trivial para el agresor, pero para la víctima se convierte en una semilla de inseguridad que crece cada vez que vuelve a publicar algo. Y así empieza el silencio, el retraimiento, la autocensura.
El caso de los adolescentes es particularmente sensible. A esa edad, donde cada palabra pesa, donde la pertenencia y la aprobación son esenciales, el ciberacoso puede ser devastador. Hay chicos que cierran sus redes, otros que se guardan lo que les pasa porque creen que los adultos no lo van a entender, otros que simplemente soportan en silencio. De los adultos escuchan frases como “no les des bola”, “son cosas de chicos”, “ya va a pasar”. Pero no pasa tan fácil. La exposición constante, la presión social, la viralidad, la vergüenza… todo se junta. Y la salud mental no distingue entre un insulto en un pasillo y uno en un mensaje directo.
Sin embargo, no son solo los adolescentes. Las mujeres reciben acoso de formas que mezclan misoginia, sexualización, amenazas y desprecio. Los hombres también pueden sufrirlo, especialmente si se los percibe vulnerables o diferentes. Las minorías reciben ataques dirigidos a su identidad. Las figuras públicas viven bajo una lupa cruel donde cualquier error se castiga con saña colectiva. Y las personas mayores, menos familiarizadas con las dinámicas digitales, muchas veces quedan indefensas ante manipulaciones, burlas o comentarios hostiles.
El denominador común no es la edad, ni el género, ni el nivel educativo. Es la humanidad. Todos podemos convertirnos en víctimas porque todos sentimos. Y todos podemos convertirnos en agresores pasivos si no reflexionamos sobre lo que decimos, compartimos o celebramos.
ENTONCES…
Entonces, ¿cómo se enfrenta algo que parece tan enorme, tan difuso, tan difícil de controlar? Empezando por lo más simple: hablarlo. Ponerlo en palabras. Sacarlo del silencio. Cuando una persona cuenta que está sufriendo ciberacoso, lo peor que se le puede responder es “no le des importancia”. Lo mejor es decirle “estoy acá, contame, vamos a ver qué hacer”. La empatía, aunque parezca pequeña, es una barrera contra la hostilidad.
También es fundamental no alimentar la rueda. No compartir capturas que ridiculizan, no comentar para “defenderse” porque eso solo agranda el conflicto, no participar de discusiones que solo buscan escalar. El silencio selectivo puede ser una forma de cortar la mecha que estaba por encender una explosión.
La educación digital es otro pilar, sobre todo para las nuevas generaciones. No basta con enseñarles a usar dispositivos: hay que enseñarles a convivir en ellos. Que detrás de cada usuario hay una persona. Que un comentario puede lastimar más que un golpe. Que la valentía no está en insultar, sino en detener la violencia cuando la ven. Y que pedir ayuda no es debilidad, sino un acto de cuidado hacia uno mismo.
Las plataformas, por su parte, tienen una responsabilidad enorme. Deberían acelerar mecanismos de denuncia, moderación y bloqueo. Deberían reconocer que su diseño a veces favorece la confrontación y buscar alternativas que no premien la violencia. Pero, aunque tengan obligaciones, la solución no puede depender exclusivamente de ellas, porque las redes reflejan la sociedad que las usa.
A veces imaginamos el futuro como un lugar donde la tecnología resolverá todos nuestros problemas. Pero en este caso, el futuro depende más de la cultura que de los algoritmos. Y hay una imagen que ayuda a entenderlo: pensemos en un teatro. El escenario es la red social, los actores son quienes publican, los agresores son quienes insultan. Pero quienes forman la mayor parte del público somos nosotros, los espectadores. Si la platea aplaude la crueldad, esta crece. Si la platea guarda silencio incómodo, también crece. Solo cambia cuando la platea dice “basta”.
Tal vez ese “basta” empiece por algo pequeño. Un mensaje de apoyo a alguien que vemos sufrir. Un comentario que frena una burla. No difundir contenido humillante. Enseñar a nuestros hijos que un insulto no es humor. No sumar leña al fuego. Elegir no ser indiferentes.
En el fondo, el ciberacoso no es un problema de tecnología, sino de humanidad. Y la solución es volver a poner en el centro algo que a veces parece haberse perdido en el ruido digital: la capacidad de ver al otro. Cuando recordamos que detrás de cada usuario hay una vida, las palabras empiezan a pesar distinto. La empatía deja de ser un lujo para convertirse en una necesidad de supervivencia emocional.
Las pantallas son parte de nuestra vida. No van a desaparecer. Pero sí podemos decidir qué clase de espacio queremos que construyan. Podemos hacer de internet un lugar más amable, más consciente, más humano. No perfecto, porque nada lo es, pero sí un lugar donde el acoso no sea tolerado, donde la indiferencia no sea norma y donde la crueldad no tenga tantos aplausos.
Y quizás, algún día, cuando alguien mire su celular a la mañana, la primera notificación no sea una frase que lastima, sino algo que recuerda que del otro lado hay personas que entienden, que acompañan, que cuidan. Y que incluso en el ruido infinito de internet, todavía es posible encontrar humanidad.
*Maximiliano Ripani. Experto en ciberseguridad de ZMA IT Solutions (www.zma.la)