15 de septiembre, 2025
Colaboración

En los últimos años, Argentina experimenta un preocupante aumento de denuncias que luego resultan ser falsas, muchas de ellas promovidas en contextos familiares y rupturas de pareja. 
Este fenómeno tiene una fuerte impronta sociológica: ocurre en escenarios donde hay conflictos de poder o disputa por la custodia de los hijos, y donde algunas denunciantes buscan estigmatizar al varón, privarlo del vínculo con su descendencia o inclinar fallos judiciales hacia su favor.
Dados los sesgos de género institucionalizados, como la consabida premisa “yo te creo hermana”, en el fuero de familia, muchas veces basta un relato sin verificación para que se imponga una medida cautelar (perimetral o restricción de contacto) contra el denunciado.
De esta manera, se produce un desequilibrio sociológico, donde el acusado, generalmente hombre, queda inmediatamente expuesto, aislado, y con su reputación arruinada, incluso antes de cualquier prueba concluyente.
Por caso, debemos recordar el caso del médico obstetra Pablo Ghisoni, quién pasó aproximadamente tres años privado de su libertad tras una denuncia de abuso presentada por su hijo Tomás, aparentemente instigado por la madre.
La justicia terminó otorgándole la libertad a quien, a la postre, resultó ser inocente, dado que el hijo confesó que todo era mentira, revelando manipulación emocional y familiar por parte de su madre.
Sabemos que la Constitución Nacional Argentina consagra la presunción de inocencia: toda persona debe ser considerada inocente hasta que una sentencia firme demuestre lo contrario.
Sin embargo, en la práctica, sobre todo en el fuero de familia, se observa que la justicia actúa casi con una presunción inversa: se da peso, preeminencia, a la versión de la presunta víctima, sin un análisis riguroso de pruebas o credibilidad. 
En muchos casos, como señaló una jueza en un taller judicial: “Ante la falsedad, … yo en mi fuero jamás voy a comprobar que es mentira… simplemente se pone paños de agua fría por la verdad o por la mentira que sea”.  
Los efectos sobre los acusados son devastadores: procesos judiciales prolongados, pérdida de empleo, exclusión social, dolor emocional y rupturas familiares profundas.
En casos extremos, la detención preventiva y el encierro prolongado ocurrieron antes de toda prueba; tras ser liberados, muchos permanecen monitoreados electrónicamente. Incluso en estos procesos, el vínculo con los hijos puede ser interrumpido sin que haya condena.
En concreto, el fuero familiar funciona como sistema reactivo: se prioriza detener posibles riesgos a menores, privilegiando el relato de quien denuncia; esto muchas veces reproduce sesgos de género. No hay investigación rigurosa de veracidad antes de ordenar medidas radicales. De suyo, esta práctica atenta contra la manda constitucional de debido proceso.
Ciertamente que se deberían adoptar reformas que resultan ser prioritarias, a saber:
Endurecer el régimen sancionatorio: elevar penas, actualizar multas, facilitar la prueba del dolo, y aplicar sanciones tangibles a denunciantes falsos; a su vez debería crearse un observatorio independiente, donde se recopilen la mayor cantidad de datos posible, generando estadísticas y supervisando casos de denuncias falsas. 
Pero, fundamentalmente, deberíamos capacitar a los funcionarios judiciales con carácter obligatorio, para instruirlos sobre sesgos de género y criterios de verificación para evitar la resolución automática de demandas.
Y en esa línea directriz, dictar procedimientos de verificación previa, para que antes de dictar una restricción, se establezca algún mecanismo de entrevista, prueba preliminar o contradenuncia para evaluar la credibilidad objetiva.
Y como lógica consecuencia del Art. 18 de la manda constitucional, debería protegerse al denunciado durante el proceso, garantizarle comunicación con los hijos, apoyo psicológico y defensa legal presupuestada. 
Y lo que debemos procurar es, detectada una denuncia falsa, avanzar judicialmente. Lamentablemente, la pena es irrisoria aun cuando el daño haya sido impresionante, porque va desde un mínimo de un mes a un máximo de un año, que puede ser reemplazado por una multa. 


Siguiendo al destacado jurista Fontán Balestra en el esquema que elaboró para analizar este tipo penal, estamos ante una acción típica que consiste en denunciar falsamente un delito ante la autoridad; donde el objeto de la denuncia debe ser siempre un delito; siendo que el hecho debe ser falso; y la denuncia debe ser formulada ante autoridad competente.  
Por lo que la acción punible es denunciar penalmente un hecho falso ante la autoridad competente para investigar un delito, debe tratarse de un delito de acción pública, doloso o culposo, incluyendo los dependientes de instancia privada. Quedan fuera los delitos de acción privada, que únicamente pueden ser perseguidos por querella del ofendido -no bastando la simple denuncia -, las contravenciones y las infracciones disciplinarias.
Digamos que la denuncia, como típico acto formal del proceso, consiste en la actividad de poner en conocimiento de la autoridad pública competente, por los medios y modos establecidos en el ordenamiento procesal, la comisión de un delito y exige que el delito denunciado sea falso, es decir, inexistente, lo que equivale, básicamente, a que se ponga de manifiesto, como cierto, un suceso que en realidad no se ha producido o que, al menos, no se ha producido en la forma denunciada. 
Son requisitos exigidos por el tipo penal la falsedad objetiva y la subjetiva. La primera se da si el hecho que se dice sucedido no ha ocurrido, sea que no existe hecho alguno, o que el sucedido sea esencialmente diferente del denunciado o con circunstancias a las denunciadas. Existe falsedad subjetiva en la denuncia, si la denuncia objetiva falsa es hecha de mala fe. 
Y obviamente que es un delito doloso, compatible únicamente con el dolo directo, que requiere el conocimiento de parte del denunciante que el hecho denunciado es inexistente o que lo que se declara es falso y que el autor tenga la voluntad de denunciar el hecho a pesar de su falsedad o inexistencia.  
Al ser un delito de mero peligro el mismo se consuma al momento de efectivizarse la falsa denuncia, sin necesidad de que se inicie ningún proceso, ni aún haber logrado que la autoridad competente se haya visto engañada.  
Ante este incremento de denuncias falsas donde se atribuyen hechos con el fin de perjudicar al otro, generalmente una pareja o cónyuge, para lograr un resarcimiento económico, para dañar la imagen del otro, para utilizar a los hijos como rehenes, deberíamos ser prudentes dentro de la administración de justicia para no dar por ciertos hechos presentados como violentos, humillantes, ultrajantes.
En ese sentido, el defensor deberá analizar la intencionalidad del agente, dado que se excluye el dolo si el denunciante actúa con ligereza al denunciar un hecho o bien si tiene dudas sobre el mismo, o en caso que ignore ciertas circunstancias de la situación denunciada.
No hay dudas, la proliferación de denuncias falsas no es un mito aislado: tiene raíces sociológicas, impacto político y demandas urgentes en el campo jurídico. 
Casos paradigmáticos como el del médico Pablo Ghisoni muestran el quiebre que puede causar una acusación injusta, incluso cuando se corrobora la falsedad años después.
La tradición constitucional de inocencia requiere no solo su consagración formal, sino su aplicación efectiva para evitar que la justicia acelere medidas antes de verificar la veracidad de una acusación.
Solo un enfoque integral, que combine sanciones legales ampliadas, prácticas institucionales justas y seguimiento estadístico riguroso, puede equilibrar la protección de víctimas reales con la garantía efectivizante de defensa frente a acusaciones infundadas.

 

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