El 4 de agosto se cumplieron 125 años del nacimiento de Arturo Umberto Illia, aquel médico que llegó a ser presidente, cuya figura se agiganta con el paso del tiempo, no por las grandilocuencias del poder, sino por la serenidad de su integridad.
En tiempos donde la política suele asociarse con escándalos, enriquecimiento ilícito y discursos violentos, la vida y obra de Illia ofrecen un contrapunto necesario y profundamente actual.
Illia gobernó sin estridencias y con una firme vocación democrática. Durante su corto mandato promovió la inversión en educación y salud, redujo la deuda externa, nacionalizó recursos estratégicos y defendió los derechos de los trabajadores.
Pero la gran obra fue haber gobernado con honestidad. No utilizó el Estado como plataforma personal ni como caja propia.
Su vida privada fue tan austera como su gestión: vivía en una casa modesta, caminaba por la calle sin custodia y atendía a los ciudadanos como si aún fuera aquel médico rural de Cruz del Eje.
La política de hoy, sin embargo, parece haber olvidado ese modelo. Lo que gana espacio en los medios y en las redes sociales es la ostentación de riqueza, la impunidad de ciertos privilegios, y un lenguaje agresivo que convierte al adversario en enemigo.
Mientras algunos dirigentes hacen alarde de autos de lujo, relojes millonarios o desprecio por el pluralismo, Illia sigue siendo un ejemplo incómodo, pero imprescindible.
Fue derrocado por un golpe militar en 1966, bajo la excusa de una supuesta ineficacia.
En realidad, fue desplazado por su ética: no negociaba con los poderes de facto ni con los intereses económicos que pretendían domesticarlo.
La honestidad de este humilde médico, en un sistema ya corroído, fue vista como un obstáculo.
Hoy, a más de un siglo de su nacimiento, recordar a Illia no es un simple acto conmemorativo, es una invitación urgente a repensar la política desde sus valores más esenciales: la vocación de servicio, el respeto por las instituciones, la moderación en las formas, y la transparencia en el ejercicio del poder.
Arturo Illia no fue un héroe de bronce. Fue, quizás, algo más raro y valioso: un hombre decente en la función pública. Y eso, en cualquier época, es revolucionario.