A 26 años de la tragedia, Ana Lugones Castiglione cuenta los detalles del horror que vivió en el 4° piso del TabyCast, cuando su ex esposo intentó matarla, asesinó a su hija de 3 años y luego se suicidó. Una historia de silencios, sangre, violencia y muerte que tuvo como protagonistas a reconocidas y tradicionales familias santiagueñas.
Los almanaques fueron arrancando sus hojas una y otra vez. Los días fueron convirtiéndose en meses, en años, en décadas. El tiempo fue pasando inexorablemente, borrando historias, dejando palabras en el tintero y guardando silencios obligados. Sin embargo, hay nombres que nunca pudieron ser olvidados. Hay dolores que se fueron apaciguando, transformándose en fuerza motivadora. Hay recuerdos que se volvieron luz e iluminan los momentos más oscuros. No es fácil, claro que no. Sin embargo, el camino recorrido logró calmar las heridas del alma y renacer cada día…
Renacer, reiniciar, recomenzar, reabrir el alma y dar alas a sueños nuevos. Es lo que Ana Cecilia Lugones Castiglione intenta hacer cada día, desde aquél lejano 10 de abril de 1998, cuando la tragedia y el horror la atraparon de la peor manera.
A partir de aquél momento tuvo que reacomodar cada una de las piezas de su propia existencia, como si fueran un rompecabezas macabro. Hoy, 26 años después, pudo volver la vista atrás y contar su historia. Lo sucedido cambió su vida para siempre, hasta tal punto que nunca volvió a ser la misma de antes.
En una charla íntima con LA COLUMNA, Ana está convencida que es el momento de relatar en primera persona todo aquello que le sucedió. “Hay historias que deben ser contadas, aunque hayan sucedido 25 o 30 años atrás. Por más tristes, dramáticas, desgarradoras y trágicas que sean, merecen ser visibilizadas”, cuenta como una de las razones que la llevaron a escribir “Lo… mi vida sin vos”, su relato autobigráfico que estremece y detalla una historia cargada de silencios y violencia.
LA HISTORIA
Aquél 10 de abril era feriado nacional, pues coincidía con una de las fechas más importantes para la feligresía católica: Viernes Santo. Durante la mañana se había realizado el tradicional Vía Crucis en bicicleta, movilizando a miles de santiagueños, por la tarde no andaba casi nadie en la calle, menos en el centro, hasta que una terrible tragedia sacudió a todos, no sólo por el dramatismo de los hechos sino porque sus protagonistas pertenecían a reconocidas familias de Santiago del Estero.
Aquél día, cerca de las 20.10, Diego Zaín (24 años) se presentó en uno de los departamentos del 4º piso de la “Galería TabyCast”, ubicado al frente mismo de la plaza Libertad, en el corazón de la ciudad, llevando consigo a su pequeña hija Dolores Zaín Lugones, de sólo 3 años.
En el lugar, Ana, de apenas 19 años, aguardaba a la criatura. Estaba sola, pues su abuela, con la que convivía, estaba de viaje, y la amiga que había prometido acompañarla se había retrasado. Tenía miedo, en su mente resonaban las amenazas de su marido, pues estaban separados de hecho, esperando la sentencia de divorcio. Aun así, entreabrió la puerta, pero sin quitar la cadena, sin embargo, como la niña estaba dormida, permitió que el hombre ingresara a la vivienda. La joven le dio un beso en la frente a “Lo” –tal cual la llamaba-, y él la llevó directo al dormitorio, donde la recostó.
Lo que vino después fue una oleada de sangre y muerte.
SANGRE Y MUERTE
Zaín se dirigió al comedor, donde ubicó un par de bolsas que llevaba consigo, Ana creía que era ropa de su hija, pero estaba equivocada. Del interior sacó un revólver. “Yo me pongo en cuclillas, porque no sabía que haría, sólo le decía que piense lo que iba a hacer”, relata ella. “Yo no sé lo que hago con esto, Diosito mío”, decía él. “Vos sos la única causante de todo esto, sos una flor de hija de mil pu…”, le dijo antes de pegarle el primer tiro. Aunque la bala impactó en el pecho, ella se levantó e intentó salir del departamento, pero él dispara nuevamente. Fueron cinco disparos que dieron de lleno en distintas zonas del cuerpo de Ana.
Aun así, ella se resistía. “Con una furia sin nombre, me empujó, cerró la puerta, y me tiró al piso para estrangularme”, cuenta ella. “Ahora si te vas a morir, hija de mil pu…; por tu culpa yo estoy sufriendo todo lo que sufro”, le repitió. Antes de perder el conocimiento, lo ve dirigirse hacia las habitaciones. Él fue al dormitorio de la niña, a quien le pegó dos tiros.
Luego se pegó tres disparos, que no le causaron heridas importantes, pero a sabiendas de todo el horror que había causado, se dirigió hacia el balcón y estuvo largos minutos en el lugar.
Desde la plaza, un par de muchachos lo vieron y fueron a dar aviso en la Jefatura de Policía –ubicada a un par de metros, donde hoy se encuentra el Centro Cultural del Bicentenario- para comunicar la novedad-. A la vez, un vecino del edificio escuchó los disparos y también los llamó.
Luego se oyó un golpe seco. Diego Zaín se arrojó desde el cuarto piso y cayó en el primero, justo arriba de una confitería. Agonizó durante un par de segundos antes de cerrar sus ojos definitivamente.
Tres pisos arriba, la pequeña Dolores ya no respiraba. A metros de allí, su mamá estaba en un enorme charco de sangre.
FAMILIAS TRADICIONALES
Diego Zaín y Ana Cecilia Castiglione pertenecían a reconocidas y tradicionales familias santiagueñas. Eran los herederos de distinguidos apellidos, estirpes y profesionales de la ciudad
Él era el hijo mayor del escribano Víctor Emilio Zaín, en ese momento presidente del Santiago Lawn Tennis Club y notario de la Caja Social y del Banco Río.
Sus amigos lo recuerdan como un joven de carácter tranquilo e introvertido, con un gran sentido de responsabilidad. Había cursado sus estudios en el Bachillerato Humanista.
En aquél momento, ella era la sobrina mayor del viceintendente capitalino, Marcelo Lugones. Su padre fue David Carlos Lugones, uno de los traumatólogos más reconocidos de la provincia.
Mientras que su madre, María del Carmen Castiglione, quien había fallecido un tiempo antes, víctima de un cáncer, era hija de Aldo Castiglione, uno de los históricos directivos del diario El Liberal.
AMOR Y CELOS
Ana y Diego habían comenzado su historia de amor cuando apenas eran adolescentes.
Ana tenía 12 años cuando conoce a Diego, de 16 años. Al tiempo comienzan un romance juvenil. Eran tiempos difíciles para ella, pues su mamá estaba atravesando las difíciles consecuencias de una enfermedad oncológica, que acabó con su vida un par de meses después.
“Yo estaba muy enamorada, creo que era recíproco, lo amaba de verdad”, cuenta ella, sin embargo, reconoce que “tenía sus infidelidades”. A tal punto que “cada vez que me enteraba de alguna de ellas, yo no quería continuar con la relación”. Sin embargo, “él trataba de reconquistarme” y ella regresaba con él.
Sin embargo, en 1994, “la relación estaba desgastada, más que nada por los celos, ya que era una persona extremadamente celosa”, y decide ponerle un punto final al noviazgo. Pero él no soporta que una niña de 14 años decidiera dejarlo e intenta quitarse la vida.
Ana tenía 15 años cuando tuvo su primera relación sexual con Diego, cuando quedó embarazada. Él tenía 19 años.
“Nos juntamos en mi domicilio los padres de él, mi padre y nosotros. Mi padre y su madre eran de la opinión que nos casemos, mientras que su padre fue el único que nos dijo que lo pensemos y que él nos apoyaría en nuestra decisión”, cuenta Ana. La presión familiar los empujó a casarse a tan corta edad.
Ella aún estaba en el colegio secundario y él había comenzado a estudiar Abogacía en la universidad. Un par de meses después nació Dolores, quien se convirtió en la primera hija, la primera nieta, la primera sobrina para ambas familias.
VIOLENCIA FÍSICA
Durante algún tiempo vivieron en un departamento que pagaba el padre de ella, mientras que el padre de él solventaba los otros gastos. Luego se mudaron a la planta alta de la casa paterna de Ana, en el barrio Belgrano.
Los celos, las desavenencias conyugales y las constantes peleas fueron minando la relación entre ambos. Luego los insultos se transformaron en violencia física, a tal punto que un vecino escuchó los gritos y llamó al padre de Ana para avisarle lo que estaba sucediendo. Ante ello se planteó otra reunión familiar, entre el padre, la abuela de Ana, una tía y los padres de él. “Ese mediodía estuvieron hablando y los padres de él pedían por favor que no lo denuncien”.
Entonces, Ana y su hija se fueron a vivir en el departamento del TabyCast, en la casa de su abuela, quien se encargó de pagar una niñera para la pequeña, posibilitando que la joven pudiera continuar con su escuela.
La violencia física atrapó a Ana, quien ya no podía ocultar los golpes que recibía. En cierto momento, una de sus tías llamó a la casa de los Zaín, donde estaba viviendo Diego, para comunicarle que se haría la denuncia. “La madre decía que era imposible, que su hijo era incapaz de pegar a nadie, que no me había hecho nada”, cuenta. Una vez más no se hizo la denuncia policial.
Cuando ella comenzó a estudiar Comunicación Social en la UCSE, los hechos de violencia traspasaron las puertas del hogar y se hicieron públicos.
Mientras en el Juzgado de Familia resolvieron iniciar los trámites para disolver el matrimonio y fijar el régimen de visitas de la niña, las reuniones entre las familias de Ana y Diego continuaban, preocupados por el comportamiento del joven.
TENSIÓN EN AUMENTO
Mientras tanto, ambos decidieron continuar con sus vidas. Diego comenzó a salir con distintas chicas, sin embargo, se enloqueció al enterarse que Ana comenzó una nueva relación afectiva.
La tensión se extremó entre ambos e incluso hubo llamados telefónicos intimidantes tanto a ella como a su nueva pareja. También se produjeron hechos violentos, los que sin embargo habrían sido guardados en la intimidad. Las familias de ambos habrían intentado resguardar su buen nombre, evitando denuncias policiales, aunque sí se habrían producido exposiciones privadas en sede judicial.
A pedido de Ana, la jueza Ana María Curro, concedió una disminución en el régimen de visitas de Zaín. El petitorio fue motivado en las agresiones hacia la muchacha y en un presunto desequilibrio psicológico del joven. “Resultaba una amenaza para mi hija”, pues él “seguía con su comportamiento y violencia”-
Ante ello, la magistrada habría aconsejado a la familia de Zaín a someterlo a un tratamiento terapéutico para sobrellevar su estado.
El miércoles 8 de abril, la joven, acompañada por una tía materna y un abogado, se presentó en el Juzgado de Familia para conversar con la jueza y tratar de evitar las presiones que Zaín ejercería sobre ella. Sin embargo, la magistrada no pudo recibirla y pasó la audiencia para el lunes próximo. Sin saber que el desenlace fatal se produciría horas después.
El creciente temor de Ana se justificaba en las presuntas amenazas de muerte que habría recibido de su ex marido, incluso el día anterior a la tragedia.
Dos días antes de la tragedia, la situación se tornó insostenible, al punto que el padre de Diego prometió internarlo luego de ese fin de semana de Pascuas. Pero ya era demasiado tarde.
INVESTIGACIÓN
Luego de los hechos de sangre, la entonces jueza María Cárdenas de Infante, titular del Juzgado de Crimen de 4º Nominación, comenzó las investigaciones que incluyeron el testimonio de un joven que vivía en el 1º piso (donde cayó Zaín), quien escuchó los disparos.
Además, él fue una de las primeras personas en ingresar al departamento de Lugones y fue quien tomó a la pequeña Lo en sus brazos tratando de salvar su vida, aunque ya era demasiado tarde.
Sin embargo, ninguno de los tíos de la joven -que vivían en el edificio- escuchó nada respecto a los incidentes, aunque siempre se presumió que todo fue guardado con un manto de silencio para no afectar su apellido.
Las averiguaciones demostraron que Zaín tenía un arma –que le compró un pariente en una armería céntrica- con dos cargadores y numerosas balas. El peritaje determinó que en el tambor quedaban dos proyectiles intactos, mientras que había varias decenas en el departamento y en el cuerpo de todos sus protagonistas.
SECUELAS FÍSICAS
Mientras Ana se debatía entre la vida y la muerte, internada en el sanatorio San Francisco, una prima de Diego llegó hasta el centro de salud para hablar con una de las tías de la joven y consultarle si el velorio de la niña podía realizarse en el mismo lugar donde velarían los restos de Diego. “Nadie de mi familia quería que mi hija sea velada con la persona que le había quitado la vida, y con la persona que me intentado asesinar con 5 disparos. Nada más ilógico, absurdo, inentendible”.
“Estaba irreconocible física y anímicamente, por cierto, en silla de ruedas, sin poder caminar ni ponerme de pie. Me costó muchísimos años, esfuerzo y rehabilitación volver a caminar”, dijo.
Hoy, 26 años después de aquel día, Ana aún tiene en su cuerpo los 5 proyectiles, pues los profesionales de la salud consideran que es un riesgo extraerlos.
Las secuelas físicas son evidentes. Tiene una hemiparesia en el lado derecho, lo que le impide mover el brazo derecho. Asimismo, suele tener convulsiones, causados por los 2 proyectiles que tiene en el cerebro, lo que la obliga a tomar medicamentos anticonvulsivos de por vida. También tiene una hemianopsia bilateral, que le hizo perder el 80% de la visión en el ojo derecho y un 20% en el ojo izquierdo.
DÓNDE ESTÁ MI HIJA
“De esos días más tristes de mi vida, recuerdo que preguntaba permanentemente por mi pequeña hija, quería saber dónde estaba, cómo estaba. La respuesta que recibí mientras permanecía internada era que mi hija estaba bien, con su padre”, cuenta Ana. Nadie se atrevía a contarle lo que había sucedido.
El día que le dieron de alta no fue llevada al departamento de su abuela, sino a la casa de su padre, en el barrio Belgrano. “Cuando entré a la casa de mi padre, lo que más me resultó extraño era no ver ninguna foto de hija. Con el tiempo me entero que habían guardado todas las fotos de ella por indicación médica hasta tanto me avisaran lo sucedido”, recuerda.
Fue una médica psiquiatra y su tío José Lugones, médico, quienes le dijeron lo que había sucedido con la criatura. “Yo solo era un mar de lágrimas, mi vida estaba destruida”, afirma. “Me habían destruido la vida por completo”.
“Me quitaron trágica e injustamente el ser de luz más grande que tenía en esta vida, arrebataron abruptamente la vida de mi pequeña hija, intentando además terminar con mi propia vida. Me rompieron el corazón en cientos de miles de pedazos”, cuenta Ana.
“Jamás imaginé que Diego podría asesinar a mi hija, solo pensé que podía atentar contra mi vida, no contra la de Lo”, dice Ana. Por ello, hay algo de lo que ella estará arrepentida por siempre: “No haber podido ir a la habitación de mi hija para estar cerca de ella y protegerla”.
Ana tiene hoy 46 años. Aunque las secuelas físicas la acompañarán por siempre, como el ave fénix, pudo renacer de las cenizas: es comunicadora social y docente. Su hija debería tener 29, pero le quitaron la vida cuando apenas tenía 3 años.