 
						Hay meses que parecen diseñados por la historia. Octubre, en la Argentina, suele ser uno de ellos.
Este año no fue la excepción: el domingo 26, el país volvió a votar en un clima de cansancio y expectativa; el 27, se cumple un nuevo aniversario del fallecimiento de Néstor Kirchner; y el 30, se evocará aquel 1983 en que Raúl Alfonsín consagró el retorno democrático.
Tres fechas distintas que, unidas por el calendario, dibujan una suerte de mapa emocional de la política argentina: sus contrastes, sus vaivenes, su obstinada necesidad de empezar de nuevo.
La figura de Néstor Kirchner, que irrumpió en la escena nacional tras la crisis de 2001, simbolizó una etapa de reconstrucción política y económica, pero también de polarización.
Su legado, intensamente reivindicado y cuestionado a partes iguales, dejó una huella profunda: la de un país que volvió a creer en el Estado como herramienta de reparación y en la política como espacio de épica.
A quince años de su muerte, su sombra aún sobrevuela los debates, como si la Argentina no terminara de decidir si lo extraña o si, en el fondo, sigue discutiendo con él.
Frente a esa memoria, la irrupción de Javier Milei -el economista que encarna el hartazgo, el descreimiento y el grito libertario- aparece como su contracara más visible.
Donde Kirchner defendía la intervención estatal, Milei predica la reducción drástica del Estado; donde uno hablaba de inclusión y soberanía, el otro propone competencia y libertad individual.
Son dos polos opuestos, pero también dos respuestas a una misma pregunta persistente: ¿cómo salir del laberinto argentino?
El 30 de octubre, cuando se cumplan cuarenta y dos años del triunfo de Alfonsín, la evocación de aquel día luminoso de 1983 recordará que la democracia fue -y sigue siendo-la mayor conquista colectiva de los argentinos.
Desde entonces, el país ha oscilado entre promesas de redención y desencantos sucesivos, entre líderes que prometen refundarlo todo y ciudadanos que, con cada voto, parecen intentar reinventarse a sí mismos.
En este octubre cargado de símbolos, la Argentina vuelve a mirarse al espejo de su historia y descubre, una vez más, su naturaleza pendular.
Quizá ese movimiento constante, esa tensión entre extremos, no sea sólo una condena sino también una forma de vitalidad. Porque, más allá de los nombres y las antítesis, el país sigue votando, discutiendo, buscando. Y en ese impulso -a veces furioso, a veces esperanzado- todavía late la voluntad de no resignarse del todo.
 
								 
								