Somos un pueblo olvidadizo y poco afecto a recordar a quienes hicieron mucho por nosotros.
Somos un pueblo que pareciera vivir frenéticamente el presente y barriendo el polvo de la historia debajo de la mesa del ostracismo.
Cada 16 de agosto pasa casi inadvertido, como tantos otros días marcados por aniversarios que la historia oficial ha preferido relegar al pie de página. Sin embargo, ese día, en 1805, nacía en Santiago del Estero una figura clave para la construcción de la Argentina: Amancio Alcorta.
Jurista, legislador, diplomático y fundador, su vida es el retrato de una generación que soñó un país más justo, más libre, más federal, y lo pagó con el olvido.
Poco se dice hoy de su papel como representante en el Congreso General Constituyente de 1826, cuando apenas contaba con 21 años. Allí, en medio de tensiones ideológicas y regionales, Alcorta llevó la voz de su provincia natal a la mesa donde se intentaba delinear el futuro institucional del país.
Fue también ministro en la provincia de Salta, demostrando desde joven su compromiso con la organización nacional.
Pero su legado no se limita a los pasillos de la política. Amancio Alcorta fue el fundador del pueblo de Moreno, en la provincia de Buenos Aires. Como tantos hombres de su tiempo, entendía que la patria no se construye solo con leyes, sino con pueblos, caminos y trabajo.
Su espíritu indomable lo llevó a ser un tenaz opositor del régimen de Juan Manuel de Rosas, en tiempos en que disentir no solo era peligroso, sino mortal.
Sin embargo, nunca abandonó sus convicciones, y tras la caída del Restaurador, se desempeñó como senador por Santiago del Estero, hasta su muerte en Buenos Aires el 3 de marzo de 1862.
Hoy, su nombre apenas figura en los libros escolares, y pocas calles lo recuerdan.
¿Por qué olvidamos a quienes nos precedieron y tejieron, con su esfuerzo y convicción, las bases de la Argentina moderna?
Quizás porque el olvido es más cómodo que la memoria, que exige reflexión, gratitud y, a veces, revisión.
Recordar a Amancio Alcorta no es un acto de nostalgia, sino de justicia histórica. Es reconocer que hubo hombres que, lejos de buscar gloria o poder, dedicaron su vida a sembrar instituciones, ideas y futuro. Y que ese futuro, el que hoy vivimos, les debe mucho más de lo que estamos dispuestos a admitir