27 de septiembre, 2025
Pienso, luego existo

El 22 de septiembre de 1868 nació en Buenos Aires un hombre que cambiaría el rumbo de la medicina para siempre. Su nombre, sin embargo, no aparece en manuales escolares ni en placas de bronce en nuestras plazas.

Luis Agote fue médico, legislador y pionero en un descubrimiento que salvaría -y aún salva- millones de vidas: la transfusión de sangre con anticoagulante.

En 1914, en una sala del Hospital Rawson, Agote realizó la primera transfusión de sangre indirecta en el país, utilizando citrato de sodio para evitar la coagulación.

El procedimiento, sencillo en apariencia, permitió por primera vez conservar la sangre fuera del cuerpo humano sin que se endureciera, algo impensado hasta entonces.

Gracias a él, nacieron los bancos de sangre modernos y se revolucionó la medicina de guerra, la cirugía y la atención de emergencias. Su aporte fue tan trascendental como silencioso.

Luis Agote no patentó su método. No cobró regalías. No buscó fama. Como tantos otros científicos argentinos, trabajó con la convicción de que el conocimiento debía ser un bien común.

Murió en Buenos Aires el 12 de noviembre de 1954, casi ignorado por la historia oficial.

Hoy, en un país que tanto necesita héroes reales, resulta llamativa la invisibilidad de figuras como la de Agote.

¿Cuántas escuelas recuerdan su nombre? ¿Cuántos jóvenes saben que una transfusión de sangre segura fue posible gracias a un argentino?

En tiempos donde el reconocimiento suele estar reservado a lo efímero, quizás sea hora de saldar una deuda pendiente con quienes, como él, trascendieron fronteras con ciencia y compromiso.

En cada bolsa de sangre que salva una vida, en cada quirófano donde el tiempo apremia, late todavía el legado de Agote.

Que la memoria colectiva no lo olvide. Que la gratitud se transforme, al fin, en homenaje.

 

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