El reciente enfrentamiento político que rodeó la designación de los nuevos jueces para la Corte Suprema de Justicia de la Nación marca un hito en la relación entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo.
Aunque era probable, el gobierno terminó frente a un traspié durísimo ante el rechazo contundente en su intento de imponer a Ariel Lijo y Manuel García Mansilla como miembros del máximo tribunal del país.
La fallida estrategia refleja una lectura equivocada de la situación política y una falta de previsión en cuanto a la dinámica parlamentaria, lo que no solo deteriora la imagen del gobierno, sino que también plantea interrogantes sobre la solidez de su gestión en cuestiones clave.
El proceso de selección para la Corte Suprema siempre ha sido un tema sensible en Argentina, dado el impacto que tiene sobre el sistema judicial y la independencia de los poderes del Estado. Sin embargo, el gobierno, a pesar de los claros indicios de que la oposición no iba a dar su aval a las candidaturas propuestas, mantuvo su postura.
La decisión de mantener las postulaciones de Lijo y García Mansilla, dos nombres con trayectorias jurídicas que generaron rechazo incluso en sectores de la propia oposición, fue vista por muchos como un intento de "imposición" en lugar de un esfuerzo por generar consenso.
Las críticas fueron inmediatas. De un lado, el bloque oficialista insistió en que la elección de estos dos jueces respondía a criterios técnicos y profesionales, sin embargo, en la práctica, las objeciones no se centraban únicamente en sus trayectorias legales, sino también en sus vínculos y posicionamientos políticos, lo que terminó generando un frente común de rechazo.
El resultado fue una clara derrota para el gobierno, que no solo no logró avanzar con la designación, sino que quedó expuesto ante la opinión pública como incapaz de anticipar las resistencias políticas que se generaban en torno a su decisión.
El error de lectura política del gobierno resulta aún más evidente si se tiene en cuenta que, desde un inicio, varios analistas y actores políticos advirtieron sobre las dificultades que encontraría el Ejecutivo al tratar de imponer nombres tan polémicos sin un respaldo parlamentario suficiente.
La jugada parecía destinada al fracaso desde su concepción y, sin embargo, el gobierno optó por seguir adelante con una estrategia que parecía una imposición más que un intento por encontrar una solución consensuada.
Este error de cálculo se suma a una serie de decisiones del gobierno que han generado tensiones con distintos sectores del poder, particularmente con el Congreso. La falta de flexibilidad y de capacidad para leer el clima político ha sido una constante en esta gestión, lo que ha llevado a varios fracasos en otros ámbitos de la política nacional.
La designación para la Corte no ha sido la excepción, y el golpe recibido no solo deja al gobierno en una posición débil, sino que también refuerza la imagen de un Ejecutivo aislado que no logra construir los acuerdos necesarios para llevar adelante sus propuestas más ambiciosas, pero lo más grave afecta la institucionalidad del máximo tribunal de justicia de la Nación en razón que es un pilar fundamental del sistema democrático argentino, y la designación de sus jueces debería estar guiada por un espíritu de consenso y respeto por la independencia judicial.
Frente a la necesidad de recomponer relaciones con el Congreso y con sectores clave de la sociedad, el gobierno se ve obligado a revisar su estrategia en la designación de jueces para la Corte. Un cambio de rumbo será necesario, pero la pregunta que queda es si será suficiente para reparar el daño hecho a su credibilidad y restaurar la confianza en su capacidad para tomar decisiones políticas acertadas.