20 de noviembre, 2025
Pienso, luego existo

Hay fechas que no se olvidan porque marcaron el pulso de una nación. El 17 de octubre de 1945 fue, sin duda, una de ellas.

 

Aquella jornada —soleada y tumultuosa, sudorosa y emotiva— significó mucho más que la liberación de un coronel detenido en el Hospital Militar: fue el momento en que lo popular obtuvo un rostro humano.

 

Desde los talleres, los barrios obreros y las fábricas, los trabajadores colmaron la Plaza de Mayo para pedir, con esa fuerza serena que da la convicción, la libertad de Juan Domingo Perón.

 

Aquel día, el pueblo se vio reflejado en alguien que hablaba su mismo idioma y entendía sus necesidades. El hombre que había dignificado al obrero, que hablaba de justicia social y de derechos laborales, no desde los salones sino desde la acción concreta.

 

Con Perón, el Estado comenzó a mirar hacia abajo y, por primera vez, muchos sintieron que el poder no era propiedad exclusiva de las élites. Nacía así un nuevo sujeto político: el pueblo organizado.

 

El 17 de octubre fue el punto de partida de una revolución que no se hizo con fusiles sino con convicciones.

 

El aguinaldo, las vacaciones pagas, la jubilación, el voto femenino: conquistas que parecían utopías y que, de pronto, fueron realidad. Y, sobre todo, la certeza de que la dignidad no era privilegio de pocos sino derecho de todos.

 

Pero la historia argentina no sabe de caminos rectos. La incomprensión, el miedo y la intolerancia expulsaron a Perón del país.

 

Desde su exilio en diversos lugares hasta recalar en  Puerta de Hierro, España, el viejo líder siguió siendo faro y misterio para millones.

 

Lo prohibieron, lo difamaron, lo persiguieron, pero no pudieron borrarlo del corazón popular.

 

El peronismo, aún proscripto, sobrevivió en las casas humildes, en los clubes, en los sindicatos, en las anécdotas que se contaban en voz baja y en las marchas que no se podían cantar.

 

Durante dieciocho años, el país vivió en una especie de limbo político. La proscripción de un movimiento que representaba a la mayoría fue una herida que nunca terminó de cerrar.

Hasta que llegó otro 17, esta vez el de noviembre de 1972, cuando Perón regresó a su patria. Aquel día, Buenos Aires fue un hervidero de emociones. Miles salieron a las calles a recibirlo, bajo la lluvia, entre lágrimas y banderas. Pero también hubo enfrentamientos. El pueblo dividido se reencontró con su líder, pero ya no era el mismo pueblo, ni el mismo país.

 

Las imágenes de ese regreso son ambiguas: rostros de alegría y esperanza, pero también tiros, corridas y desconfianza.

 

Eran los años de la violencia política, del enfrentamiento entre grupos que se decían peronistas, pero que no se reconocían entre sí.

 

Lo que en 1945 había sido unidad, en los setenta se volvió fractura.

 

Perón, viejo y sabio, había aprendido del tiempo y de los errores. En su regreso al poder, buscó la reconciliación nacional. Y aquel gesto histórico —el abrazo con Ricardo Balbín, su viejo adversario radical— fue mucho más que un acto político: fue una enseñanza moral.

 

Perón ya no hablaba solo de peronistas. Había comprendido que la patria era más grande que cualquier partido.

 

De esa evolución nació su frase más lúcida y vigente: “Antes decía que para un peronista no hay nada mejor que otro peronista. Hoy digo que para un argentino no hay nada mejor que otro argentino.

 

No era un simple cambio retórico. Era la síntesis de una vida dedicada a entender al pueblo y sus contradicciones.

 

Perón comprendió que los enfrentamientos internos, los egoísmos y las disputas por poder solo conducen a la ruina común. Su mirada final era humanista, no sectaria: el país necesitaba unión, no trincheras.

 

Sin embargo, muerto Perón, el pueblo “su heredero” perdió la brújula, y el peronismo -aquel movimiento que alguna vez fue sinónimo de esperanza, trabajo y justicia social- parece hoy desdibujado, ocupado por dirigentes que repiten como una letanía su nombre pero no aplican ni sienten su doctrina.

 

Se autoproclaman “herederos del general”, pero sus prácticas se alejan de la esencia peronista: el servicio al pueblo.

 

Hoy el movimiento está fracturado, no ya por ideología sino por meros intereses personales.

 

La verdadera militancia, aquella que pone el cuerpo y el corazón en los barrios, en los sindicatos, en las calles, observa con tristeza cómo los dirigentes se disputan cargos, sellos y candidaturas.

 

Mientras tanto, la pobreza crece, el trabajo se precariza y los sueños se achican.

 

Ni Cristina, ni Máximo, ni Axel parecen representar la mística original del peronismo. Pueden hablar en su nombre, pero sus políticas y discursos los distancian del espíritu de justicia social que Perón y Evita encarnaron.

 

El peronismo, que alguna vez fue una causa, hoy muchas veces se reduce a una herramienta electoral.

 

Se ha vuelto -como el propio Perón temía- una cáscara sin contenido.

 

Ahora, en cada 17 de noviembre, cuando se celebra el Día de la Militancia, vale la pena recordar que aquel día no fue solo una fiesta popular: fue también una advertencia.

 

Un pueblo esperanzado salió a recibir a su líder, pero encontró un país en disputa. Las imágenes de entonces son espejo de hoy: distintos grupos enfrentados por la apropiación de una herencia que debería unirlos.

 

El verdadero militante no milita por un cargo, sino por una causa. No busca poder, busca justicia. Militancia es compromiso, servicio, entrega. Es trabajar sin esperar recompensa, sostener la palabra y el gesto, construir comunidad.

 

En tiempos donde las redes sociales reemplazan la calle, y los slogans sustituyen a las convicciones, recordar a Perón en su madurez —ese Perón que abrazó a Balbín y habló de todos los argentinos— es más urgente que nunca.

 

Porque si algo nos enseñó su vida es que la unidad no se decreta: se construye.
Y que la verdadera revolución no está en el odio ni en la pelea por el poder, sino en el esfuerzo cotidiano de hacer de esta patria un lugar más justo, más solidario y más humano.

 

Hoy, a 50 años de su regreso, el peronismo parece haberse olvidado de su raíz, pero su mensaje sigue vivo en quienes creen que la política debe ser un instrumento de transformación y no un botín.

 

Quizás, el mejor homenaje a aquel 17 de noviembre sea retomar la frase que sintetiza toda una doctrina: “Para un argentino no hay nada mejor que otro argentino.

 

Ese debería ser el norte. No los cargos, no las internas, no los nombres.  

 

Julio César Coronel

 

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