20 de noviembre, 2025
Pienso, luego existo

Cuando conmemoramos al “Día Internacional para la Tolerancia”, basta con mirar alrededor para advertir que esta palabra, tan noble y necesaria, parece estar perdiendo terreno.

Vivimos en una época donde las diferencias de toda índole -políticas, religiosas, culturales o simplemente de opinión- se transforman con facilidad en trincheras.

Pareciera que nos desvivimos en hacer todo lo que nos daña y lesiona como personas. En lugar de escucharnos, nos gritamos; en lugar de comprendernos, nos etiquetamos.

La tolerancia no significa resignación ni indiferencia. No se trata de aceptar cualquier cosa ni de callar ante la injusticia. Es, más bien, un ejercicio consciente de respeto hacia el otro, especialmente hacia aquel que piensa distinto.

Ser tolerante es reconocer la humanidad del otro, incluso cuando esa humanidad nos incomoda. Pero eso requiere algo que nuestra sociedad moderna parece haber olvidado: tiempo, empatía y diálogo.

Por ejemplo, hoy, las redes sociales se han convertido en conversaciones encapsuladas en un campo de batalla dialéctico.

Los algoritmos nos encierran en burbujas donde solo oímos lo que queremos oír, y donde el disenso se vive como una amenaza. Así, crece la intolerancia silenciosa, la que no golpea ni grita, pero que excluye.

Es la intolerancia del desprecio, del sarcasmo, del “bloqueo” fácil. Nos rodea sin que la notemos, y lentamente erosiona el tejido social.

También hay intolerancias más profundas, más crueles: la que se manifiesta en la discriminación racial, en la violencia de género, en la homofobia, en la persecución religiosa, en el maltrato a los migrantes.

Cada vez que alguien es humillado por ser quien es, se hiere algo esencial en todos: la dignidad humana. Porque lo que daña a uno, tarde o temprano, daña a todos.

La intolerancia se alimenta del miedo: miedo a lo diferente, a lo desconocido, a perder privilegios o certezas. Y ese miedo, si no se enfrenta con educación y conciencia, se transforma en odio. Por eso la tolerancia no puede reducirse a un valor abstracto; debe ser una práctica diaria, una política pública, una enseñanza en las escuelas, una conducta en los hogares.

Nos lastima la mentira, la manipulación y el fanatismo; nos ultraja la indiferencia ante el dolor ajeno; nos hiere la falta de escucha.

Nos daña, en definitiva, olvidar que la diversidad no es un problema, sino una riqueza. La humanidad no avanza cuando todos piensan igual, sino cuando las diferencias se reconocen y se integran.

Ser tolerante, en este contexto, es un acto de valentía. Es resistirse a la tentación del odio fácil, de la respuesta inmediata, del prejuicio. Es recordar que la paz no se impone, se construye; y que convivir no significa coincidir, sino respetar sin renunciar a la propia verdad.

Quizás el desafío de nuestro tiempo no sea aprender a pensar igual, sino aprender a vivir juntos a pesar de pensar distinto. En esa tarea, la tolerancia deja de ser un ideal y se convierte en una forma de humanidad.

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